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martes, noviembre 28, 2006

El pecado sublime del arte.


Expropiados de un don virtuoso que haya acompañado la noche en que vimos por vez primera la luz de la existencia, centenares de almas perdidas y reos de su propio castigo hemos visitado con frecuencia esas cajas de madera acústicas que vibran y producen algo que incomprensiblemente nos agrada, y que muchos místicos han acabado por creer que se tratase de un nuevo enigma matemático.

Nos hemos levantado entre los pliegues de sucias sábanas y cortejado a unas damas cuyas virtudes y defectos son proporcionales a los de aquellas mozas que dan color a los salones con sus graciosos bailes, pero sin el elemento divino que hace que las primeras se encuentren a la altura de las estrellas, y que, rodeándolas, formen parte de su luz para andar sobre ellas como si se tratase de su propio cuerpo.

Así, en esa noche en que finalmente hemos roto el cascarón superficial que nos impedía ver la enorme oquedad e interminable confusión de grietas vacías que pueblan las almas más errantes, en esa noche en que los sueños nos han negado su presencia, hemos acudido como inválidos al arcón, a la buhardilla, y allí concertando una cita improvisada con el sacerdote espiritual, acabamos por utilizar su voz para descargarnos la miseria que llevamos años arrastrando, miseria que en muchas ocasiones asusta con vetarnos para siempre la confesión exculpadora en el seno mismo de la Iglesia.
Y de manera muy oscura, tal como los ritos de los histriones en los valles desolados, tratamos con el Demonio y con su musa, nos ocultamos de nosotros mismos, nuestra imagen siendo confundida por la niebla opiácea de la melodía.

Los aquelarres ciegan con crueldad y parsimonia, y en las orgías en que creemos vernos reflejados, un fuego cavernario se expulsa de entre las entrañas para desaparecer en los hilos de las cuerdas que tocamos con vehemencia.
¡Cúantas depravadas mujeres, arpías de lo desconocido, semblantes ambiguos y cuerpos retorcidos en la marea negra de la embriaguez que pertrecha lo ruin y lo calamitoso, cúantas señorzuelas de la lujuria han tomado con nosotros la última copa mustia en el peor diván de la ciudad, o han fumado la sangría de beleño en el desierto detestado por el día, la claridad y la frescura!

Somos los jeques de la prostitución espiritual, y vendemos y traficamos las pestes del corazón.
Cualquiera que haya tenido entre sus piernas la falda grotesca de la lira o el arpón venenoso del violín sabe a que me refiero, pues es la música la sustituta de la negrura con la que uno se levanta cada mañana.
Poesía, música, literatura, los dardos de la fantasía que se aolja en las almas que nacieron entristecidas, que no pudieron contestar al mundo con la afirmación de su inteligencia, que se vieron confinadas al silencio, al martirio, a la estupidez.

Es por eso por lo que no dejo de preguntarme qué maleficio puede respirar en los placeres del intelecto, qué descabellada idea diabólica ha arremetido y dado vida a la trompeta y al tambor, y cómo éstas han seducido e incluso arrancado el espíritu a grandes hombres, cómo éstos han vendido lo más intenso y profundo de su ser a una planta alucinógena producto de una soberbia y dulce maldad.
La naturaleza ha dotado con el arte al hombre vacío de la misma manera que una madre dona a su hijo una gran suma de dinero para ayudar a que se recupere de su infinita enfermedad.

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