Support independent publishing: Buy this book on Lulu.

sábado, diciembre 30, 2006

La mala noticia


Amigo misósofo, queridísimo amigo, siento darte esta noticia: nada te llegará de la vida auténtica que no se reproduzca en el grisáceo escenario de tu entendimiento. Has entendido bien: la verdadera cosa en sí kantiana no es la idea más abstracta posible, ni un entendimiento superior a todo lo concebible por la inteligencia, sino la vida, y más aún, la vida producida por el principium individuationis.

Ésa es la vida del otro, del que, escapando al escenario de nuestro entendimiento, muere en la lejanía sólo aprehensible por la imaginación poética, restringida a su particular ámbito de fenómenos. Y ahora comprendes con exactitud que has de hacer de la morada del pensamiento en la que habitas un lugar acogedor donde puedas existir, sobrevivir. La vida necesita por tanto de un cuidado por parte del pensamiento.

La desgracia del principio de individuación conlleva al mismo tiempo la desgracia de la responsabilidad. ¿Cómo escaparemos a la comprensión si nuestra vida está en juego en ella? Y, ¿qué es nuestra vida? No se puede entender sin recurrir a la misma comprensión.

La comprensión señala la vida dentro de su ámbito. La comprensión acoge a la vida dentro de su casa. No existe vida fuera de ella porque la responsabilidad de nosotros mismos ha entrado con la llegada de la existencia de cada uno. Y llegará a evidenciarse en las situaciones límite o bien al final de nuestras vidas, cuando el alma nos exija una visión de fondo, una última imagen que haga de representación coherente como hilo de la existencia.

Quisiera olvidarme absolutamente de mi vida, quisiera no ser quién soy. ¿Por qué, dado un mundo tan abarcador, plural, múltiple y extenso, he de ser precisamente éste que soy siempre? Quisiera no pensar la vida en términos que tengan que ver con mi vida. Y abrazarla como algo único e independiente de mí, no como algo indisoluble a mí.

Elogiable intención, amigo misósofo, y yo estoy contigo. Y si se puede hacer algo para trascender nuestra individuación particular, yo me uniré contigo para conseguirlo. ¿No resuenan en estas proclamaciones nuestras el grito de Hölderlin y de Plotino? ¿No es acaso Dios mismo la solución al problema de la individuación, en cuanto Dios absoluto del cual la naturaleza es su manifestación? ¿No querían los místicos en realidad huir de sí mismos, para refugiarse en el verdadero ser? ¿No querían acaso huir de su pensamiento?

Quiero creer en los éxtasis místicos pero no puedo creer. Sólo me queda una cosa por hacer: tratar de construir un lugar donde mi vida pueda desarrollarse. Y ése lugar no es otro que el entendimiento, en cualquier variedad suya. No pensemos más esto, a riesgo de claustrofobia. Tratemos de dar cobijo a esa vida divina de la que no podemos conseguir su esencia sino a través de los nublosos espejos de la comprensión.

viernes, diciembre 29, 2006

Del dolor y el placer

La poesía fundamentada en el sufrimiento provoca placer”. Estas palabras de Antonio Gamoneda no tienen el sentido que yo les daré a continuación, y, sin embargo, de alguna manera lo indican, aunque el propio poeta no sea consciente de ello. En realidad, el sentido al que me refiero acaso no exista, al menos para los ojos, pero sí quizás para otros órganos que no gozan del conocimiento visual.

Que el sufrimiento provoca placer, y aquí ya declaro abiertamente la tergiversación, es algo propio de los estados de alienación y desesperación, pero no por ello menos cierto y digno de ser estudiado. No sólo el dolor en cuanto que dolor activo, sino el placer ausente, y ello significa que no sólo son “masoquistas” las prácticas habituales que caen bajo este nombre sino en realidad muchas más conductas y actitudes tanto naturales como sociales.

La misma sexualidad está basada, sin duda alguna, en la capacidad para gozar de lo doloroso. El dolor controlado es precisamente el vértice del placer sexual. Lo que en una relación sexual se goza en cuanto fin se halla ausente en cuanto medio. La característica extravagante de la sexualidad es precisamente ésta: que gocemos lo que aún no se ha llevado a término, y que lo gocemos como algo incompleto que a un tiempo desea ser completado.

Una relación sexual no terminada es desde luego frustrante para los amantes; pero,¿acaso ellos no han estado de continuo gozando tal relación, antes de llegar a su supuesto fracaso? Lo que alimenta lo sexual es por tanto el goce de una ausencia que se vive como estado alterado del alma, como pasión que perturba sin duda alguna el alma.
Puesto que por perturbación del alma entendemos toda esa apetencia que nos coloca en una situación de necesidad no concluida, y de la que se precisa un término adecuado, y en la que ciertamente la tranquilidad del espíritu es “alterada” por un elemento ajeno.

El espíritu epicúreo no ha cesado de insistir en ello, pese a que su máxima se centra en el placer: pero Epicuro entendió demasiado bien que el estado de alteración que provoca la voluptuosidad no se aviene cómodamente con la tranquilidad del espíritu.
También se ha llamado a menudo a los melancólicos “morbosos”, y a los estados depresivos enflaquecimientos de la salud espiritual.
En fin, ya Platón pensaba que el que padece no es dueño de sí, y que por tanto aún el que goza de tales cosas sufre en realidad.

Pero,¿qué mas da todo esto? En verdad el goce lleva en sí sufrimiento, y cierto sufrimiento puede provocar cierto goce. Lo importante de ello es que en todo caso se lleve a feliz término la sed que provoca el deseo insatisfecho. Por tanto, no es oportuno determinar como enfermedad esta relación plegable de goce y dolor, sino más bien poner todos los medios que se hallan a nuestro alcance para que, en caso de necesidad, puedan ser satisfechas nuestras más oscuras inclinaciones.
Yo sería en principio un gran portavoz de la licencia y la voluptuosidad, pero reconozco que el placer nos lleva a un extremo de infinita insaciabilidad, y que ello significa solidificar el medio en que se goza la ausencia pervirtiéndolo en dolor.

Estaré a favor del libertinaje cuando tenga la posibilidad de recluir a mi voluntad tantos harenes de mujeres como quiera. No hay nada más estúpido que engrandecer el libertinaje cuando no se puede satisfacer su deseo, ni nada más hipócrita que condenarlo por la misma razón. Hay que suponer, por tanto, que los grandes libertinos gozaban la gracia caída del cielo de un placer ilimitado y asegurado.

A quienes vivimos en cierta soledad no nos queda sino poner en suspenso algunas cosas, a pesar de que quien conoce la doble vaina del placer no puede sino hallarse tranquilo ante su ausencia. Desde luego, un espíritu calmado es más sano para los huesos y más feliz cuando el ojo del entendimiento está activo sobre todas las cosas. Y ésta es, pues, la enseñanza que extraemos de esta deliberación : no sufrir por la ausencia del placer más que por el propio dolor que éste conlleva.







jueves, diciembre 28, 2006

Esa mal llamada libertad


Una aureola de benignidad ha acompañado a lo largo de los tiempos el concepto de libertad. Un acto de compasión y benevolencia con una idea que muchos han llegado no solo a suscribir teóricamente, sino a convertir en lema y pancarta de sus reivindicaciones. Por todos lados se exige “libertad” y se habla de la libertad como una de las máximas virtudes del hombre. “Somos libres” para hacer lo que queramos y por tanto es humano el “ejercicio propio de la libertad”, junto con la responsabilidad que lo acompaña, naturalmente.

Parece que nadie recuerda que fue la libertad la que nos trajo la desgracia según el relato cristiano del Génesis; todo habría ido tanto mejor si se nos hubiese construido como autómatas destinados inexorablemente a la felicidad en lugar de seres deliberativos que se enfrentan a un mundo contingente y caótico.

Según Aubenque, éste habría sido el verdadero punto de vista de Aristóteles en torno a su famoso concepto de phrónesis. El prudente, dice Aubenque, siguiendo en su interpretación del Estagirita, es aquel que teniendo capacidad para deliberar elige lo menos malo; la deliberación es aquel razonamiento que conlleva una decisión sujeta a error, en un mundo en el que no hay una ciencia (theoria), de los asuntos humanos, sino sólamente opinión (doxa).

Desde la perspectiva aristotélica, sólo los dioses están privados de deliberación. Sólamente en un mundo en el que los asuntos en los que el hombre se halla inmerso no existe una regla científica que nos asegure el éxito, en un mundo, en definitiva, sujeto a la contingencia, cobra sentido la deliberación.
Es otra forma de hablar de la libertad. Tampoco serían libres, es decir, no ejercitarían su libertad, los dioses de un mundo inmutable y regido por leyes científicas.

De manera que, para resumir, Aristóteles liga el razonamiento prudente, que proviene del ejercicio de la libertad, con las condiciones de un mundo difícil en su propio cambio y contingencia. La libertad ya no aparece aquí como virtud inexpugnable, sino más bien como la consecuencia de la estructura propia del mundo, que arroja al hombre a una situación perpetua de inestabilidad.

No se puede comprender la libertad sin esta contingencia. Sartre y Kierkegaard han vuelto a ennegrecer el mundo bello de la libertad. El teólogo danés afirmaba que “la angustia es la posibilidad de la libertad”. El irracionalismo posterior que termina con los males del siglo XX comienza aquí a bullir de la mano de Carl Schmitt, Sartre, Kierkegaard o Schleiermacher. El mundo es ahora el lugar donde hay que actuar con determinación, con rapidez: la eficacia de la decisión sustituye el contenido de la decisión. El hombre es un sujeto decididor: tanto para servir a la Patria como para ser un buen cristiano se precisa un salto, el salto propio de la decisión, que no sabe de lentos y razonados argumentos. La libertad es, pues, el corolario profundo de los más fervorosos irracionalismos.

En efecto, la condenación a la libertad no es la condenación a algo así como la ventaja de poder elegir conscientemente lo que queremos o lo que no deseamos; la condenación a la libertad es, por el contrario, la condenación a tener que decidir pese a que estemos frente a una decisión ciega; la obligación continua de poner en manos de la posibilidad el fracaso y el éxito de nuestras existencias; estar en la libertad es, más bien, estar en una situación continua de apertura, de la que irracionalmente mana una responsabilidad inherente a tal situación, como si acaso pudiésemos hacernos cargo con completa consciencia de ella.

La situación de apertura del mundo no dice, evidentemente, nada malo de ello; pero tampoco nada bueno. Y es más que probable que la incertidumbre despierte menos pasiones y adhesiones que la idea de un mundo en el que pudiéramos ejercer algo así como una facultad de la cual el intelecto sería su faro sabio en el centro de la tormenta.

miércoles, diciembre 27, 2006

La masa renaciente


Si hay un concepto extraño hoy para nosotros es el de “comunidad”. Comunidad suena a “comunismo”, y esto a su vez a anacrónico romanticismo.Entonces inmediatamente tratamos de buscar un concepto paralelo más afín a nuestros tiempos y pensamos en la “sociedad”. Pero si comunidad suena a comunismo, sociedad suena a socialismo, y en cualquier caso tampoco define exactamente la situación actual a la que remitiría el concepto.

Yo propongo, más acorde con el espíritu de los tiempos, el concepto de “masa”. Así pues, nosotros no habitamos en comunidad, ni en sociedad, sino más bien en una masa: un cuerpo acéfalo y ciego en el que se dan cita sombrías individualidades, que desplazadas de su medio común se convierten en algo aborrecible y enfermizo.

Si la comunidad era la expresión de la salud del pueblo, la masa es la expresión de su irrisión. Si el ciudadano era en la Atenas del siglo IV el individuo por excelencia, el átomo crepuscular de la sociedad de masas es el anónimo corpúsculo del que se ceba lo masivo, y por último, si hay una época comparable en la Historia con la que hoy nos toca, por gracia o desgracia, habitar, no puede ser, como denuncian algunos pesimistas, una especie de Edad Media (aunque sólo sea por el flujo imparable de la información), ni tampoco un Renacimiento (sea quien sea el que sostenga esto, es poco menos que una barbaridad).

No; la época más similar a la nuestra se llama en la Historia época helenística: una época de cambios, novedades, inflada por la expansión de las fronteras, que en el siglo XXI se equipara a la globalización, lo que propicia el contacto diverso entre distintas culturas y la posibilidad de una koiné, cuyo similar actual es "la cosa" Internet; al mismo tiempo el sincretismo religioso o metafísico, la búsqueda de la felicidad interior (su correlato actual, en las pseudofilosofías de autoayuda, etc), y por último, la disolución del ciudadano y del individuo en un cuando menos pasmoso globo social en el que la ciudad deja de cobrar importancia, para buscar una referencia en la universalidad (y he aquí de nuevo la “globalización” helenística).

Los habitantes de la Grecia de Alejandro Magno se hallaban desconcertados por un nuevo mundo en el que los antiguos valores pedían ser acuchillados. Nuestro mundo actual ha debido hacer una matanza cristiana correlativa a la matanza de la idea griega de polis; ambos son mundos en inmersión definitiva y ambos exigen nuevas actitudes por parte del sujeto que los sufre.

En todo este desvarío y desconcierto propio del inicio de los tiempos vemos a un mismo tiempo oscuridad y luz: la oscuridad de una caída ejemplifica y evidencia la natalidad de una nueva era. Tal era puede ser desde luego monstruosa. Nada señala que lo nuevo, por el hecho de ser naciente y rupturista, no lleve en sus genes la maldición o la locura.

Sin embargo, todos estamos llamados a esta nueva atención. Inútil resulta resistirse y luchar con las viejas categorías. Esta “postmodernidad” nuestra nos pide sobretodo redefinirla y buscarla, para llegar a conocer mejor dónde y cómo estamos. Nuestro miedo principal no viene de no haber aprendido a aceptarla, sino de no conocerla aún.

Entre la vieja polis y la moderna sociedad nos alzamos en la nueva masa, en el interior del monstruo. Se trata de la vieja cantinela apocalíptica ( Debord, Orwell,Marcuse, Huxley). Hay que eliminar los vestigios apocalípticos y señalar con ironía su esencia pueril y bochornosa. La figura de Diógenes y el cinismo vuelven a resultar coherentes en una época en la que es precisa la crítica y a menudo el escarnio. Y algunos de nosotros, átomos de esa masa que se mueve aún ciega y sin destino, nos frotamos las manos en un gozo libidinoso: hay mucho trabajo por hacer.

martes, diciembre 26, 2006

La última resistencia


Mi mayor respeto para los que de algún modo u otro, fueron expulsados de esta vida. A menudo converso con algunos de ellos, porque la luz permanece sobre la ruina plomiza de sus existencias, y brotan a menudo grandes enseñanzas, aunque los que somos débiles y perezosos no seamos capaces de entrever su verdadero significado.

Mi anciano padre lleva en su rostro el caudal de las lágrimas de esta vida; la marca de su paso por el alma. Ya no sostiene grandes ideales, y muy lejos se halla de pretender dominarse por la ebriedad que dicen conlleva el conocimiento de hermosas verdades.

De algún modo todas esas señales en el rostro indican que hubo una materia que fue receptiva a un mundo que era algo más que un ensamblado de átomos y carne; en los viejos caminos aún hallamos marcas de quien los cruzó, y en ellos se figura lo que en otros tiempos fueron gloria y vitalidad.
En los ojos de éste o aquél mendigo, astrólogo, místico o exiliado brilla todavía ese esbozo de esperanza en la memoria. Su nombre es Dios: algo genuino, de lo que no puede dudarse. Los actos revelados no advienen como resultado de un difícil proceso racional; más bien se muestran como el resplandor de un rayo espontáneo, salido de algún lugar desde luego superior a todo lo conocido.

Las revelaciones son esas estimaciones propias de los hombres que en general han sucumbido pero acentuadas por el vigor de un alma en constante rendimiento. Los santos no son acaso pobres espíritus desinteresados del destino de las cosas, sino que han penetrado con su inteligencia todo lo que han podido, y llegando a verse en el límite, han caído bajo esa especie de esperanza inmemorial que como última salvación de la locura el alma misma provoca, en la forma y figura de la idea de Dios.

Cierto día llegué a escuchar de los labios de mi padre que no llegaría yo al convencimiento de la existencia de Dios mediante acaso las lecturas bíblicas, etc, sino que el tiempo mismo me haría ver su necesidad. Tal contrasentido se observa en algunas personas que han intuido a Dios porque en el fondo de ellas han llegado a verlo.

Pero, ¿qué es ese fondo nuestro sino la última resistencia a la renuncia de la razón y del espíritu por penetrar de otro modo una realidad que se nos escapa? La autoconciencia del hombre reside en su capacidad para valorar lo que le sobra y lo que le falta: su conciencia de carencia de Dios no significa la automática existencia de éste sino que informa sobre el estado propio de nuestra naturaleza. La autoconciencia no es conocimiento de la realidad última, sino barómetro y medidor del estado de cosas en el que estamos inmersos.

Éste es el motivo de nuestra insistencia en la existencia de Dios: todo lo divino que no es explicable sigue palpitando a costa de la razón y del estado de cosas dado; todo lo divino sigue mostrándose con mayor luz en cuanto avanzamos en el interior del espíritu.

Hemos descubierto a Dios en nuestra alma. ¿No es esto motivo suficiente para desistir de la idea de su existencia? ¿Buscarás a Dios arriba, en los cielos, más allá de lo terrestre? ¿No se te ha mostrado acaso dentro de ti mismo? ¿Y no quiere decir ello sino que Dios no existe sin tu alma, que Dios es producto y esencia al mismo tiempo de ti mismo? ¿Y cómo podría ser esto si no constituyese aquella última resistencia en la que no permitimos que nuestro nombre, identidad y esfuerzo por vivir sea al fin de cuentas vano?

He visto a Dios en los ojos de muchos hombres cuya última esperanza navegaba los fondos de un alma afligida por la negra conciencia de su futilidad.

viernes, diciembre 22, 2006

El delirio agustiniano


Las Confesiones
de San Agustín representan un documento que no puede dejar de causar rechazo a quien tenga cierta sensibilidad y ánimo moral razonable.
Es decir, que para aquel que está provisto de sentido común Las Confesiones no pueden ser sino un ultraje a lo razonable, una inmersión en fosas cargadas de ruindad espiritual, cuando menos una entrada en el mundo de los frenopáticos.

La misma impresión tiene uno cuando se acerca a Las Confesiones que cuando lo hace a las Ensoñaciones de un paseante solitario, del grandioso Rousseau. Pues el mismo ánimo que hace posible una sensibilidad tan sublime le lleva a nuestro escritor a refugiarse tras los arbustos para enseñar su cuerpo desnudo a las mujercitas asustadas, o bien a desarrollar un relato engrandecido de su vida en el que los dolores de este hombre que fue enterrado en el Panteón de los Hombres Ilustres le hacen llegar a considerarse “el más desgraciado de todos los hombres”.

En las Confesiones San Agustín se condena una y otra vez por un hurto que cometió en su juventud. De acuerdo, afirmamos, el pecado no está tanto en el objeto del hurto como en la intención, que residía en el placer de robar por robar. De una “razonable” reflexión sobre un acto pecaminoso a la exaltación de la ruindad que a uno lo habita hay un paso; pero este paso reúne la diferencia entre lo sano y lo enfermizo.

Sin duda, debemos concluir lo que sigue: en la medida en que un hombre puede sacar de sí toda una filosofía del aborrecimiento y puede llegar a considerarse un espíritu manchado con los pecados más horribles que se puedan concebir, en esa medida este hombre devenido Santo es un auténtico ejemplar de enfermedad; un sujeto que se complace en hablar casi a gritos de sus horrorosas manchas espirituales, que una y otra vez vuelve a mirar a su condición de pecador, solamente puede ser una cosa: un espíritu en plena decadencia de sus facultades, un monstruo, en el que la obsesión carnal se ha transformado de forma terrible en obsesión judicial, en abierto masoquismo.

Tanto Rousseau como San Agustín reconocen las groseras desviaciones sexuales que son el motor de sus confesiones, de sus actos desesperados de oración. No nos dejemos engañar por una posterior reflexión; hay que escuchar lo que nos dicen: Que son pecadores sin igual, criaturas dejadas de las manos de Dios, frecuentadores del infierno…eso es lo que ellos dicen que son, y a ello hemos de atender. Su confesión no hace sino manifestar abiertamente lo que constituyen: libertos del placer, gozadores del masoquismo, invertidos que han sublimado el goce de la carne en el goce del castigo; el látigo como instrumento de onanismo; la cruz como recuerdo del falo revertido, la oscuridad de la Iglesia como imagen de la tiniebla sucia del prostíbulo.

¿Qué han hecho estos hombres con el regalo de la soledad? Con sus monstruosidades, han convertido el ámbito del pensamiento en la raíz podrida de los hábitos más repugnantes; el paseo solitario donde se confirman nuestros juicios en el desvarío promiscuo donde la razón amarra sus deformidades.
Ahora los partidarios de la soledad seremos vistos como esos recluidos de los sanatorios que también gozan de creerse sabios, murmullando sórdidos insultos como si de dulces verdades se tratasen, allá bajo un sol espléndido, engendros cuya única gracia y virtud reside en mantenerse alejados de la turba irrisoria de los hombres.

jueves, diciembre 21, 2006

Pedagogía del sufrimiento


No hay nada más peligroso y ambiguo que la compasión y el buen comportamiento con el prójimo. Todo lo que suene a corrección cívica guarda sin duda alguna un motivo venenoso que hemos de expulsar de nuestro organismo lo antes posible. Las mejores ofrendas de amistad han de ser vistas con la lupa de la desconfianza. Y ello no por causas extrañas a nosotros mismos cuanto por el estatuto de la propia personalidad que nos habita, de la cual nuestra conciencia es sólo un espejismo pálido sujeto a errores perpetuos.

El amor incondicional de una madre hacia su hijo es la muestra más evidente de un acto gratuito hacia el prójimo. Y es precisamente en tal amor donde en ocasiones se dan las mayores patologías del espíritu, de tal manera que un amor que en principio es “natural” se convierte sin remedio en el impedimento más grande que existe para el resolvimiento eficaz de una personalidad.

En verdad, desde que venimos a esta vida hasta que nos vamos no nos preparamos sino en la dirección contraria al dolor, es decir, en la dirección contraria de la realidad. Todo nos obliga a suponernos junto a todas esas cosas que nos proporcionan la actual estabilidad, a medio y aún largo plazo. No existe una “pedagogía del sufrimiento” que nos hiciera jinetes valerosos contra las futuras guerras que sin duda hemos de lidiar.

Anterior a la educación militar física es la educación militar del alma. Estar siempre prevenidos, al acecho; conocer lo peor que puede suceder es ya un éxito anticipado.
Pero no con una conciencia entristecida por su cruel saber, sino, más bien, con el ánimo de estas palabras de Baudelaire ante la anunciación de su suicidio: “Voy a matarme sin pesadumbre. No padezco ninguna de esas perturbaciones que los hombres llaman pesadumbre”. La aceptación de la posibilidad más trágica del destino no ha de ir cargada de dolores, sino de alegre celebración.

Difícil es asumir esto para quien ha vivido en la preparación de la mejoría progresiva de las condiciones y en la creencia de una vida sin fluctuaciones. La idea de la inmutabilidad de la figura del padre y de la madre, de la precaria paz de un Estado, de la economía floreciente y de una sociedad regulada es por un lado un espejismo peligroso, por otro, la condición de nuestra futura infelicidad.

¿Y qué con el prójimo? A ese otro desconocido no hemos de tratarle mejor que como nos tratamos a nosotros mismos. Y precisamente el que no carezca de un juez interior imperturbable es el que más lujos ha de permitirse en tales estridencias. Uno nunca se alegra suficientemente de la permanencia detestable de su propia conciencia, que le permite poder desacreditar y menospreciar los juicios que procedan de un exterior dudoso.

¿Hay aquí, entonces, resentimiento? ¿Y qué con el resentimiento? ¿No tendremos derecho a estar llana y ampliamente resentidos con un mundo que no se cansa de abandonarnos a la confusión y al desamparo? Y sin embargo no lo hemos rehuido substituyéndolo por otro más grato a nuestros ojos.

Te aceptamos, oh mundo monstruoso, y espoleamos nuestras espaldas con látigos día y noche por no habernos educado desde nuestra niñez para poder afrontarte con dignidad.
Es culpa nuestra, ingratitud fundamental para contigo. Quien más te odia es quien con fruición no ha dejado nunca de amarte.

martes, diciembre 19, 2006

Identidad y alienación


“Conócete a ti mismo”, decía la inscripción que los siete sabios colocaron en el santuario de Delfos. Hoy hemos descubierto que esta pseudopsicología, que propone la existencia previa de un sujeto que por medio de la autoconciencia se puede llegar a conocer, pasa por alto la profundidad de la cuestión.

Es verdad, somos algo así como un sujeto, al menos en cuanto que legalmente somos responsables de nuestros actos. Es jurídicamente como mejor se aprecia que somos como una unidad irreducible, porque es en la Ley donde se pueden aplicar penas a un sujeto en concreto sin que se pueda apelar a sus condiciones sociales, culturales, etc, para eliminar la sentencia.

De todos modos la antigua frase nos ilumina acerca de una cuestión que no se puede evitar: la de la alienación en la que reside la previa posibilidad de comprensión o conocimiento de nosotros mismos. Esta previa alienación es la condición de todo conocimiento, de manera que también ha de serlo del conocimiento de nuestra esencia particular.
Así como veíamos el distanciamiento propio de la comprensión, lo cual nos hacía más palpable su naturaleza extravagante, en la distancia con nosotros mismos mediante la autoconciencia se pone de relieve de nuevo una alienación inevitable que no logra conocernos, sino comprendernos en cuanto que somos otra cosa que nosotros mismos.

El hombre busca su imagen y por tanto ha de hallarla en algo que no sea él mismo, es decir, aquel que precisamente es el que busca. “Buscar su imagen” es por eso buscar otra cosa por medio de la cual pueda hacerse una “representación” de qué sea él.

Esta alienación fundamental tiene un correlato específico en ese acto que no se suele meditar y que sin embargo es de una importancia sin igual, a saber, el traer a un hijo a este mundo. Dar a luz a un hijo es, psicológicamente, el transponer las carencias y deseos del padre en otro ser del cual no se ha respetado su carácter personal.
Pues de inmediato el padre y la madre moldean de forma tan insistente ese producto de su imaginación que es el alma del hijo, que nada que sea propio de él queda a salvo, excepto la pura exterioridad carnal, de la cual los padres son sus creadores primigenios.

Y sin embargo, ¡qué extrañeza natural! El hijo es hijo del padre como la idea misma de su perfección es hija del padre: hijo e idea nacen del padre del mismo modo, y por fin los progenitores logran su identidad: en cuanto pueden volcar sus deseos insatisfechos en el hijo y en cuanto son los padres de una criatura, obteniendo una respuesta a su pregunta sobre la identidad.

Padre e hijo, Dios encarnado en el Hijo Jesucristo, la Patria encarnada en el soldado, el sistema en el filósofo, etc. Este proceso de alienación como condición de la identidad es recurrente en el comportamiento humano.
Nuestra tesis, llena de amargo cinismo, es que tal alienación no significa identidad sino diferencia, y no acercamiento sino huida. Esta alienación tiene su génesis en la huida del vacío que en verdad somos, en el que se refleja el silencio del universo y del ser en general.

Ningún ser humano puede soportar la insistencia de esa mirada desde lo más alto del infinito, donde reside todo lo existente y no existente en la forma de una enorme interrogación, cuya evitación a su vez constituye la existencia propia de los hombres.

lunes, diciembre 18, 2006

El monólogo infinito

En la noche silenciosa, un hombre se busca a sí mismo con desespero, y cuando llega a encontrarse se le esencia su soledad fundamental. Éste hombre medita en las cercanías de un poblado habitado por hombres solitarios, recluidos en su incomprensible mismidad.

Tal poblado crece de la raíz de un territorio que une a estos hombres más aún en su soledad, mediante el lenguaje y hábitos comunes. Y desde lo alto del cielo, cerca de las blancas cumbres, un ave mira imperturbable la tierra bruta y exiliada, una nación única y compacta a causa de su arrojada solitud.

Y si fuéramos dioses que habitaran el trasmundo, ¿no veríamos esta hermosa Tierra que ha dado a luz con dolor el agua y la vida, desarraigada de sus celestes compañeros, ahí en un sistema de estrellas poderosas y ajenas a la existencia de su privilegiada vecina?

Si los astros fueran dioses, el alma de la Tierra sería un pozo helado y melancólico.

Así el silencio como esencia más evidente del ser se despliega de lo más íntimo a lo más universal, del pastor solitario del monte al conjunto de la humanidad, y, atravesando el bosque de la multiplicidad y los fenómenos, aparece al hombre reflexivo como lo que verdaderamente sustenta su ser y el de todo lo conocido: la evidencia del silencio como ser auténtico, la pregunta que retorna sin su respuesta necesaria, la comprensión espantosa de la ausencia natural de un diálogo con lo que nos rodea.

Y en la naturalidad propia del mundo, el hombre rompe su soliloquio infinito creando un interlocutor más bueno y más hermoso, del que el mismo hombre fuera solo su principio, su imagen débil y y semejanza: Dios como el Otro nunca aparecido, como el invisible que reclama el hombre desde su más propia carencia y desarraigo.

La verdadera imagen última del ser coincide con la imagen última del hombre en el recogimiento reflexivo de su soledad.

sábado, diciembre 16, 2006

La negrísima melancolía



Quien con la frialdad infantil del erudito habla de cosas como la sobriedad de la razón y el desarrollo del control de nuestro órgano del conocimiento no ha debido verse sometido a ese otro gran mal del mundo llamado acedia y que quiero distinguir de la común melancolía, o de la así llamada nostalgia.

En efecto, la melancolía es sin duda una afección sobre el espíritu que en cuanto propiciadora de un carácter no reviste ninguna desesperanza decisiva. El carácter melancólico es una disposición general, por tanto, una tendencia hacia el padecimiento de la verdadera melancolía, pero no aún la auténtica melancolía.
El melancólico, malhumorado, pesimista, etc, que caracteriza por excelencia el carácter de un Schopenhauer utiliza aún con pasión su razón desplegada de las afecciones y desde allí opera con cierto distanciamiento la reflexión propicia acerca de su melancolía.
Y entonces es legítimo aceptar su opinión pesimista del mundo, pues tal tipo de melancólico caracterial es capaz de alejarse del objeto que en un primer lugar le modeló y le formó, salvándose de su propia destrucción.

Esa nostalgia que en ciertos momentos nos embarga tampoco llega a los cauces destructores de la “visible oscuridad” de Styron; existe aún belleza en su textura, existe de hecho algo que es confusamente hermoso y triste, y ello es motivo de estados anímicos ciertamente exaltados y poéticos.

Nada que ver con lo que quiero caracterizar como ese torrente hipnotizador que, como una tromba de agua, quiebra huesos, carne y alma para adentrarse rabiosamente en nuestro interior; esta negrísima melancolía ya no es objeto del problema XXX de Aristóteles acerca de los hombres geniales ni tratado de acedia de las penas de San Agustín: es la morbidez styroniana, el último lugar al que se puede huir sin que se pueda huir, el lugar propio del acorralamiento, pero también la inmunización de la razón, la destrucción de la esperanza, la soberbia maligna de la locura.

Me atrevo a decir que, en cuestiones de melancolía, soy un erudito, un savant, un perfecto conocedor. Y además voy progresivamente aumentando mi currículum, a medida que cada vez estoy bajo los efectos de una nueva oscuridad. Yo he cruzado ese peligroso límite que enlaza la melancolía natural con la cordura al dejarme llevar por excesos biliosos inmorales que han manchado de negro la atmósfera bajo la que respiro. Entiéndase bien: no se delibera y a causa de tal deliberación se “cae” en algo así como la melancolía, sino que la melancolía y la desesperación inundan la vida entera, la siegan, la despedazan, la penetran hasta orillarnos más allá de las fronteras de nuestro propio espíritu.

Esta negrísima melancolía no hace distinciones ni respeta la autoridad de la experiencia, ni el valor del juicio. Por eso el más prudente puede verse afligido e inundado por ella, pues a menudo la causa efectiva de su devastación no dependen del razonamiento; más bien se avalanzan sobre él, devorándolo.

La otra desgracia es que tal melancolía y su satánica naturaleza no despierten el menor interés en el hombre reflexivo. Es verdad que es un grado extremo de tristeza, una marabunta exhuberante;por eso debería ser objeto de alguna consideración.
El melancólico es abandonado, finalmente en su no-poder-ser y archivado en la ruina de la soledad, sin que ninguna razón universal u ontológica se preocupen por lo que quizás represente, para muchos hombres, algo indigno de ser pensado y meditado.

jueves, diciembre 14, 2006

Pistis y gnosis


Existe una actitud en cierta medida generalizada de rechazo al que se empeña, fastidiando la conformidad de los demás, en hurgar más allá de las creencias que nos permiten actuar como individuos en una comunidad determinada, en buscar celosamente algo que parece unido de forma indisoluble a una arrogancia terca e incomprensible.

Esas creencias a las que me refiero tienen un valor supremo para la propia comunidad; unen los espíritus, sellan fronteras, delimitan identidades. El límite que se halla al otro lado de estas creencias entra en el terreno de la incorrección política o en el de la soberbia intelectual. Pues bien, esta pistis ya fue en su día colocada en oposición con la episteme o nóesis propia del conocimiento verdadero, y se trasladó de la filosofía platónica a la teología cristiana.

Es curioso que el mismo desespero que Pablo acentuaba en relación con el conocimiento erudito de los sabios griegos, y su franca intención de promover un conocimiento para el pueblo, en forma tal que pudiera facilitar la unidad de la comunidad cristiana, es pervertido por esos teólogos que no pueden dejar escapar el saber griego y lo inmunizan en su teología, de forma tal que unen el camino de la teoría con el de la fe en Cristo y el saber divino.
Así quedaba justificada la hybris intelectual, pues habían visto la similitud entre la teoría divina griega y el conocimiento de Dios que es superior a los hombres (Pablo).

En el terreno de la pistis o creencia generalizada, uno se halla en conformidad con lo que le rodea. El límite de la creencia generalizada toca con el abismo. Precisamente porque se trata de un abismo, los partidarios de la opinión llegan a odiar a los orgullosos que se atreven a transgredir la norma de la comunidad. El abismo o el infinito no es sino lo que toca con la creencia trascendiéndola. No hay nada definido tras tal creencia.

En lo que se equivocaban los partidarios de la creencia verdadera, como nóesis, era simplemente en que si bien es cierto que es legítimo trascender la mera creencia, ello no produce de inmediato un conocimiento superior.
Más bien nos encontramos ante la absoluta nada, y a partir de ella, caminos fragmentarios que en su lentitud piden mucha más paciencia y humildad que orgullo, contrariamente a lo que pretenden algunos.

Así pues la decisión para aquel que se vea arrastrado por el límite de la creencia resulta llena de dificultades. El miedo de uno y el odio de otros se combinan en este escenario trágico. La repugnancia pedante y la exigencia de saber tiran cada uno de su cuerda. Pero todos se olvidan de que la exigencia de saber y la arrogancia que conlleva tal exigencia se funden en un polo a menudo indistinguible.

martes, diciembre 12, 2006

La imposibilidad natural del mundo


La imposibilidad natural del mundo, esto es, el hecho de que el mundo nunca pueda ser tal y como lo entendemos en su aspecto ideal, y que por tanto se vea reducido a una serie causal sin fin de la cual extraer su sentido no puede ser otra cosa que implantarlo desde fuera, no se debe a ninguna causa extrañamente oscura que acaso no pudiéramos alcanzar a comprender, sino todo lo contrario, es la cosa más sencilla de todas, y reside precisamente en el hecho de que no existe la posibilidad de detener el mundo en tanto que proceso temporal.

La metáfora del mundo como un río que, en algún momento lejano tuvo su principio, y que, a medida que recorre su camino, se lleva consigo todo lo que ve y se traga todo lo que arrastra puede ayudar a comprender el carácter genuino de un mundo que no conoce lo estático, que sólo puede proponer la imaginación.

Tal idea no es una especie de dogma del devenir, sino que es lo natural de un mundo en el que cada ente ya tiene su propia proyección y que en su recorrido está expuesto a las colisiones de otros entes ya proyectados con otro tiempo y ritmo diferentes.
Si imaginamos ese mundo en constante movimiento, colisionando de forma arbitraria, pero necesaria en cuanto que cada ente tuvo su particular inicio, y que más tarde de forma inevitable ha de verse mezclado con los demás elementos del río, comprenderemos la causa natural de que proyectos humanos como la justicia, la paz o la felicidad sean siempre abortados en la historia.

Pues si, por ejemplo, conocemos las causas de una buena educación, deberemos tener el poder político para poder implantarlas, pero tal poder necesita a su vez que las clases dirigentes hayan sido bien educadas. De este modo se imposibilita la idea de justicia y de correcta legislación, sometidas a su propio círculo vicioso.

Ahora imaginemos un supuesto profeta (por ejemplo, un Pablo, un Sócrates, un Jesucristo), que, ávido de clamor ante la verdad que lo embarga, se presenta ante la alienada humanidad en su máxima pureza, proclamando verdades eternas, y de este modo cautivando los corazones de sus oyentes.
Nadie dudará de que incluso de entre los reacios, ante estas voces divinas, se levantarán muchos almas de su ceguera y se pondrán a caminar, resucitados de su oscuridad.

Pero, ¿y cuantos necios no obstaculizarán el camino de estos verdaderos creyentes, oponiendo a su sabiduría tantas fuerzas como posean?
¿Cuántos que ahora están siendo paridos, en algún arcón maldito de la Historia, que beben inocentes el pecho de una madre “nacida para pasar de largo” no llegarán, sobrepasando el éxtasis de los creyentes, a la posesión ilegítima de las ciudades, de los templos, de los lechos de los gobernantes de la tierra, instaurando la maldad frente a la bondad, el golpe de un momento por el ejercicio penoso y sacrificio de unos miles?

Tal maldición del destino no es en realidad algo extraño, satánico, que esté manejado por deidades que se aburran o que tengan pura maldad, sino por el contrario, “lo más inocente” del mundo: la simple sucesión lógica de acontecimientos que por su dispar y problemática complejidad, dan lugar a que la contradicción se haga un espacio en la historia del hombre, a que los ideales propios de cada corazón y alma individual se vean entorpecidos por el transcurrir colectivo de la historia.

En este río hay grandes arbustos que por su propia fuerza son mutilados y arrastrados hacia el mar que sin remedio los engulle.

La extrañeza de la comprensión


"¿Qué habrá conocido la humanidad al final de todo su conocimiento? ¡sus órganos! Lo que tal vez signifique: ¡la imposibilidad del conocimiento! ¡Lamentos y náuseas!" (Friedrich Nietzsche, Aurora).

No hay duda de que estamos alienados en la naturaleza por culpa de lo que solemos considerar privilegios de la especie humana. Cosas como el lenguaje y el entendimiento, tan supuestamente beneficiosas para aprehender la realidad tal y como es, se muestran como obstáculos para alcanzarla cuando examinamos los procesos de la comprensión y del conocimiento.
Tales procesos vienen dados por el paradójico hecho de que solamente a cierta distancia de la realidad puede el hombre establecer una relación que de a luz el fenómeno de la comprensión. Es decir, el hombre tiene que escindirse de lo que quiere comprender para poder hacerlo.
Lo que muestra este hecho es que la misma comprensión tiene un dominio propio del darse, y que este dominio está en oposición, o al menos, no en calidad de igualdad, con respecto del objeto que trata de comprender.

Algunos teólogos reconciliadores, como Paul Tillich, han visto en esta disensión merleau-pontiana la oportunidad de introducir el elemento salvífico de la fe y de la divinidad como conocimiento que trasciende tanto lo propio del objeto como lo propio del sujeto, y, alzándose frente a la contradicción, iluminarla por medio del mensaje de la revelación.

En verdad es éste un truco solemne para aliar las potencias opuestas de la naturaleza; la propuesta de Tillich parece ser que solamente una cosa más inexplicable que la realidad inexplicable puede comprenderla en su propio seno.

Lo relevante de esta situación es el oportunismo de algunos teólogos para introducir en las oquedades del lenguaje filosófico sus propuestas, como si por el hecho de que existiesen oquedades fuera legítimo pensar que tales huecos pidiesen una perfecta realización que habría que buscar por otros lados.

A pesar de todo, Tillich ha utilizado una expresión afortunada para referirse a la disensión natural que se encuentra a medio camino entre la realidad y nuestro conocimiento de ella. Habla de la “unidad de la separación y de la unión” refiriéndose a la supuesta unidad que haría posible el conocimiento, aún en su paradoja natural.
Pero no piensa lo extraño de que el conocimiento tenga un dominio propio que necesita estar de este modo distanciado de la realidad a la que quiere acceder; es algo asombroso, desde donde se quiera mirarlo. Saber que la única forma de acceder a la realidad de la que formo parte es distanciándome de ella y, por así decir, mirarla con la lupa del entendimiento, y que, una vez retorne en ella, dejaré de conocerla para “serla”, es algo que nos debería hacer pensar acerca de la posible eficacia de conocer las cosas.

A lo que quiero aludir es a que no dejemos de interrogarnos más allá de este proceso maquiavélico; la pregunta que surge, bullendo entre este mecanismo del conocimiento, es la de qué significa que comprendamos algo; que esta comprensión no es última, sino que, quizás, sea solo un desplazamiento entre tantos otros posibles a los que el alma presta atención; y que finalmente, reside una distancia insuperable entre el ser mismo y su comprensión, de modo tal que es preciso, siguiendo a Merleau-Ponty de nuevo, insistir en que las diferentes naturalezas del objeto y del sujeto nos recluyen para siempre en una disensión insuperable.

Por eso el éxtasis de los místicos sea acaso la única forma posible de conciliación con el ser mismo, y nuestra imaginación se torna religiosa y deseable en sí misma cuando ella nos acerca lo imposible como único anhelo legítimo más allá de lo meramente racional.




viernes, diciembre 08, 2006

Átomos y vacío


Los que como yo estamos al margen de la comunidad académica y de sus lenguajes especializados sufrimos a menudo el hostigamiento persecutorio de sus secuaces o bien la indiferencia arrogante del adaptado.
Pero la culpa no viene de una posible rebeldía de la que fuéramos responsables, sino más bien del hecho de que nuestra tradición filosófica nos ha despojado de maestros y escuelas, y ahora estamos arrojados a una tierra nueva y virgen que fomenta la mayor de la sospechas y el peor de los escepticismos.

En definitiva este es el hecho: algunos de nosotros hemos tenido que enfrentarnos al desierto desolado que es la filosofía en cuanto dada como una experiencia vital en la que se juega nuestro destino, nuestra alma y la posibilidad seria de la existencia.

Este problema del lenguaje académico ha llevado a algunos a creer que la utilización no precisa de los conceptos o la creación de categorías nuevas está al margen de la realidad a la que supuestamente estarían más apegados los académicos.
Sucede que no se dan cuenta de que no hay realidad alguna de la que hablar, aún cuando la filosofía sea creación sólo en cuanto que también es descubrimiento.
La razón que sostenemos para no depender necesariamente de tales conceptos es que ellos están a la base de la construcción de una realidad de la que aún pende, como en el aire, su status ontológico, y por tanto, el criterio que de valor y posición a tales conceptos. En otras palabras: la indeterminación de todo lo ente sigue quedando como principio fundamental de toda la filosofía, y tal principio que actúa como legitimador para permitir anular el juicio académico de la Filosofía como institución, es el mismo que da cabida al escepticismo. Pero ello no es peor para el escepticismo, sino para la Academia.

El concepto no es tanto una creación como delimitación de un ámbito de la realidad que se da en diferentes manifestaciones.
En este punto de vista se origina la idea de la fenomenología como realidad en cuanto que dato dado, pero también un profundo temor: el que prevalezca la estructura de las cosas frente al entramado del cual la estructura debería ser solo su previa arquitectura.

No hay más remedio que explicar esto recurriendo a Demócrito, cuando dice que el color, la forma, etc, todo esto no es sino convencional, pero en realidad, sólo hay átomos y vacío.
Y lo mismo es aplicable a la comunidad académica: sus sistemas están perturbados por la estructura y lo que queda al final es la estructura misma, condición de posibilidad también de la iluminación, mediante la puesta en marcha de esta arquitectura en otras combinaciones posibles, de otros ámbitos o modos de darse de la realidad.

Lo que podría ser por tanto un motivo de cierta alegría para el creador se convierte, para un escéptico como yo, en un motivo profundo de desilusión.
Así es como, pensando sobre estas cosas, he recordado las más grandes evocaciones de los poetas acerca del amor, la amistad, la existencia, la juventud, la alegría, el vino y el placer, y todas las explicaciones, unas más conciliadoras, otras más revolucionarias, acerca de sus múltiples sentidos, y una frase terrorífica me ha venido a la mente, no pudiendo ir más allá de ella ni más acá, sometido a su mortal estructura, pues, al final, "todas las cosas son convencionales, pero en el fondo, solo hay átomos y vacío”.

miércoles, diciembre 06, 2006

La velocidad del devenir


Si algo podemos agradecer a esa ley del devenir que se empeña en cumplir con exactitud la oscura lógica de la naturaleza, no puede ser otra cosa que la esperanza de que con el cambio también se vaya lo más malo, aunque no deje de ser cierto que lo malo parezca durar más que lo bueno y agradable.
Si este consuelo puede servirnos de algo, entonces podemos también augurar que nuestra civilización científico técnica también algún día desaparecerá, eso sí, ello no significa que el hombre pueda llegar a trascenderla.

De cualquier modo, es precisamente esta civilización la que ha enaltecido de manera sublime el devenir bajo la idea de efectividad y rendimiento. Ambas ideas, convertidas en valores morales plenos, ofrecen una curiosa función: la de oscurecer o mitigar el dolor de la interrogación bajo la fuerza de la velocidad y la maquinaria.

Este aumento de cambio continuo favorece la percepción de que bajo la máquina de alto rendimiento no queda nada que desear, nada importante o relevante, pues ya todo se ha traído a la luz de la eficiencia: la eficiencia nos muestra la realidad en su mejor momento, a saber, en el momento de la plena realización que se manifiesta ante todo por la velocidad y la eficacia.
Curioso este señuelo, que, con un mayor incremento en nuestra percepción del devenir, hace de éste algo en perpetuo y cada vez más rápido movimiento. Con todo ello la técnica cree poder por fin establecer su ideal de progreso en crecimiento exponencial, pues nada cabe criticar aquí acerca de un hombre que se ha superado a sí mismo como un corredor en sus mejores marcas; y un mundo regido por tal valor de efectividad no puede ocultar ninguna lacra, que en cualquier caso, queda removida y nublada por el efecto incesante del devenir mecanizado.

Pensemos cual es la esencia de nuestra época en estos términos y veremos que la presencia de la velocidad es directamente proporcional al hastío y a la inanidad; el mundo corre en la medida en que no sabe a dónde ir, y correr es lo mejor que puede hacer uno cuando está arrinconado por interrogantes que no puede disolver.

Y tampoco las ruedas de esta maquinaria disuelven la arena que les liga al suelo de su fundamento: allí quedan, testigos de una marea gris que se empeña en distorsionar un vacío fundamental, un pliegue abismal que pone freno a un devenir mecánicamente controlado.
Y entonces vemos tras los bajos de este aeromundo la interrogación crecida hasta límites insospechados, cada vez más virulenta y tediosa, cada vez más cerca de nosotros y cada vez más presente en su enigmática amenaza.

martes, diciembre 05, 2006

El peso de la densidad


No existe terror más inmediato que el de no poder escapar a la realidad con la que estamos entretejidos. Sería preciso concretar que, más que ese no poder, la causa de tal angustia es la conciencia de aquella imposibilidad.
Esto quiere decir que, aunque habitualmente vivamos bajo una presión espacio temporal irresistible, no siempre somos absolutamente conscientes de tal realidad y que muchos de los que sí lo son llegan a excederse, diciendo, con Karl Kraus, que "el mundo es una cárcel en la que es preferible la prisión incomunicada”.

Sin embargo no es una cuestión de preferencia; en cualquier caso, estamos verdaderamente incomunicados. El espíritu de la Ilustración nos colocó en realidad frente a la libertad y la responsabilidad, frente a la que muchos hemos tenido que claudicar, pues, volviendo a Kraus, “el superhombre es un ideal prematuro que presupone al hombre”.

El dolor que supone la imposibilidad de trascendencia hacia el otro y la conciencia de la incapacidad de huir de una realidad que a veces se desploma sobre nosotros como un peso insoportable, añadido a ese deseo imposible de ser nuestros propios comandantes morales hace del individuo un esperpento de hombre, algo que queda muy lejos de la visión positiva o iluminista sobre las capacidades humanas.
Esta conciencia del no-poder huir se atestigua cada vez más en la gente que se acerca a la edad adulta; la alegría del joven le permite, aún en su ferviente rebeldía, levantarse con regocijo en la labor de su autodestrucción y disfrutar negativamente de su propia aniquilación.

Pero este privilegio queda vedado para los adultos, aquellos que no son ya lanzados fuera de la órbita aplastante del hastío, y que, por el contrario, son de nuevo arrojados al suelo arenoso y desértico de su propia identidad, a la maldición de la individuación que les remite siempre a sí mismos como la mosca o el pájaro que, apresados en su jaula, se golpean inocentemente la cabeza contra los hierros, inocentemente y también inútilmente.

No ser nosotros mismos, ésta era la tesis de un hermoso libro de Xavier Rubert de Ventós, en la que criticaba el aristotelismo teleológico que vuelve a rezumar aquel “llega a ser lo que eres” de Píndaro y que, a juicio de nuestro autor, era la clave del aburrimiento vital.
Y no se equivocaba; al contrario, bien se daba cuenta de que la individuación física y espiritual que somos en relación con nuestra conciencia infinita sólo podía tener como resultado la experiencia amarga que es propia de toda existencia humana.
Y también que a medida que nos hacíamos más adultos no nos acercábamos a una supuesta sabiduría que sería quizás la recompensa por la pérdida de los años juveniles, sino que por el contrario, nos convertíamos en viejos aburridos y pesados, imposibles de soportar ni por nosotros mismos.

Así es que nuestra búsqueda ahora no puede ir dirigida a una mejora de las virtudes que cada vez están en menor proporción en el cuerpo. La tarea debe encaminarse a la progresiva pérdida de la conciencia del constreñimiento de una realidad que cada vez nos ahoga más en el seno de su asfixiante atmósfera. Y dando gracias.

lunes, diciembre 04, 2006

Desconsuelo en cualquier caso.


El panteísmo ha divinizado el mundo cognoscible por los sentidos y lo ha convertido en objeto de elogio y de veneración para dioses y humanos. Lo que ha entendido Hölderlin de Spinoza ha sido precisamente esto: el sentido de la naturaleza como corazón del propio panteísmo, y será Nietzsche el que recuerde a Spinoza en cuanto que “reniega de la libertad de la voluntad, de la teleología, del orden moral en el mundo, del altruismo, y del mal...” , a la vez que le convierte en amigo de miserias y soledades, una “soledad de dos”, un nuevo amigo en el que podía descansar su atormentado intelecto.

Es curioso el énfasis postmoderno en la crítica del trasmundo y del cristianismo como teologías que amenazaban la existencia feliz en un mundo finito e inmanente, cuando uno lee esta idea de la inexistencia de la libertad y el propio determinismo al que Spinoza estaba abocado; es curioso también tal énfasis en la aniquilación nihilista de la vida por parte de la idea trascendente cuando uno escucha a los grandes sufridores estoicos: en todos sus escritos se presencia la lucha terrible que consiste en aceptar como natural algo que no ceja en el empeño de escupirnos su rebosante anormalidad; y es curioso, en definitiva, que una supuesta filosofía de la finitud insista de manera tan perseverante en amargarnos todas las posibles esperanzas.

Yo no sé, en efecto, qué es más desesperanzador y más engañoso: si la fe en el trasmundo o la fe en el mundo. Si bien es innegable el status finito del hombre, y resulta aún más innegable a estas alturas de nuestros tiempos, aceptar a una vez que tal afirmación resulta de un beneficio natural para nosotros en contraste con la “anormalidad” de la creencia en un mundo más allá de este, es algo que no puedo sino poner en duda; todo ello me hace pensar en que nuestros postmodernos no han pensado de verdad qué significa la finitud y la muerte, y que tampoco han sufrido de veras los tormentos de una vida finita y condenada a una muerte inminente.

El concepto de muerte inminente es por otro lado la única luz que ilumina con suficiente claridad el significado de la muerte. Mientras permanecemos atareados en la cotidianidad de la vida, con todas sus carencias y sus excesos, conseguimos alejar esa presencia incomprensible que ha sido suficiente para que del misticismo propio del hombre emergiera alguna vez la idea de la inmortalidad del alma.

Con todo, esta idea de la visión positiva de la vida inmanente frente a un trascendentalismo negro y nihilista, que sería un granero donde aparcar el verdadero odio hacia la vida, no me parece sincera, y por esto la critico sin ambages: sin atreverme a dudar de la facticidad humana y aún queriendo asumirla con todas sus consecuencias, de la cual la presencia de la muerte inminente es su esencia más representativa, no llego a la divinización de un mundo cargado de males y de desgracias que han sido las causantes de la necesidad de una esperanza trasmundana. No proclamamos por tanto la trascendencia como una posibilidad, pero tampoco la inmanencia como la auténtica vida en la que es posible algo así como la aceptación feliz de su contingencia.

Pues del paso de esa aceptación a la absoluta ceguera de la tragedia humana y a la pasividad absoluta con respecto de lo que nos rodea hay solo un breve y sutil relámpago instantáneo.

domingo, diciembre 03, 2006

Los caminos que divergen.


"Mientras se está sobrio, gusta lo malo,cuando se ha bebido, se sabe lo correcto". (Goethe, Diván Oriental Occidental).

A veces uno se asombra al pensar la cantidad de tiempo que han invertido los pensadores en construir un método para hacer filosofía y hayan dejado de lado un método para sobrevivir a ella, en cuanto individuos que pertenecen más a sí mismos que a una filosofía cuyo objeto sería un mundo que en la mayor parte de los casos es trascendente a ellos y lejano, y que, como el Motor Inmóvil de Aristóteles, es un ente por completo despreocupado de las indigencias humanas y sus tragedias.

Ya en los albores del siglo XIX existió conciencia de ello y tanto Marx como Kierkegaard nos trajeron de nuevo a una existencia en la que habitábamos en primer lugar frente a una esencia que en la lejanía del frío concepto oscurecía la relación de sentido que guardaba con la mera facticidad humana, que como un rayo vergonzoso a menudo liquida con una extrema facilidad nuestros sueños platónicos para arrojarnos a un mundo en el que su concepto termina al mismo tiempo con su palabra.

Esta obsesión del método bien pudiera aparecérsenos como un deseo encubierto por razonar indirectamente el sentido de la facticidad, y es que no hay mejor camino, aunque desde luego sí más directo, de amarrar tal facticidad que no sea a la vez apropiarse de la esencia del mundo de la que se deducirían más cómodamente nuestras obligaciones éticas y prácticas, aquellas que serían a su vez las que darían la dirección apropiada a nuestra vida.

Entonces podríamos imaginarnos a Descartes como un individuo que nunca se conoció verdaderamente a sí mismo, pero que en cuanto era un humano, y por tanto, procedía con las mismas inquietudes y necesidades, sabía que tendría que dar cuenta de tal facticidad, y su método fue nada más un rodeo alargado para de alguna manera deducir, como el que arranca una manzana de un árbol, aquella cosa que es la más difícil de pensar que no es otra que la facticidad humana sin su referencia esencial.

Todos estos pensadores del método tuvieron algunas cosas claras, como que su deseo enfermizo de verdad era más natural aún que la necesidad misma de sobrevivir a su finitud, y por ello muchos de ellos no podían soportar una vida fuera de la luz de la razón, en cuanto que comprendían que la razón era a su vez la verdadera luz.

Pero el mismo genio alemán de Goethe que fue el que le llevó a decir en la hora de su muerte esa famosa frase de “quiero más luz”, fue también el genuino creador de esas poesías báquicas que forman el Diván Occidental-Oriental en las que llega a comprender la necesidad de una lucidez que no venga dada de forma inmediata, sino que atraviese paradójicamente los opuestos de la razón y la cordura, una lucidez que descansa en el vino, la poesía, la demencia, la entrega pura a lo demoníaco.

Y de nuevo es Platón el que razona de forma perfecta la necesidad de que las virtudes dionisíacas no pueden ser gratuitas, criticando aquella idea de que por culpa de Hera Dioniso habría castigado a los hombres con la borrachera. No; el vino formaba parte de aquel otro camino hacia la lucidez que llegaba de Oriente, del espíritu que Goethe vio en lo fáustico, en lo que era por naturaleza superior a la razón.

Por eso es que, puestos a admitir la necesidad de un método, sugiero el aprovechamiento de esa luz diferente que otorgan los éxtasis poéticos y las alucinaciones hipnóticas, en las que las diferencias entre lo profético, lo poético y lo filosófico se disuelven como los ojos de ese amante de los placeres mundanos en la peligrosa dulzura del vino, y somos privilegiados temporalmente por unos dioses que se han mostrado compadecidos ante el trauma originario de ser humano.

viernes, diciembre 01, 2006

La errancia del escéptico.


El verdadero skeptikos es consciente de lo que supone su posición: un silencio eterno en relación con las convicciones universales. Alguien, no menos ingenuo que nuestro escéptico, y probablemente más insensato, supondrá que de este modo el escéptico queda al margen del conocimiento y de algunos goces que depararía supuestamente la esperanza en la realidad.

Como si el escéptico tuviera que callar por dudar, y como si dudar fuera, en el fondo, no saber. No sé si hay alguien aún tan ingenuo que llegue a pensar de este modo; (si lo hay, líbreme Dios de despertarle de su sueño), lo que sucede en verdad es todo lo contrario. Todo escéptico puede hablar de todo precisamente por su convicción fundamental de la inanidad de ese todo.
Al que se molesta por estos aires de “superioridad cínica” el escéptico le despacha rápidamente: “tómese ud unas vacaciones y estime más la levedad de la vida”.

Del escepticismo al cinismo, por tanto, sólo hay el paso que lleva de considerar una cosa en su inanidad a arremeter contra ella en forma de burla explícita. Hay algo a un mismo tiempo censurable moralmente en la burla y deseable por otra parte. Al ser humano no se le puede privar de la facultad de la burla, y parece que ésta es más importante de lo que solemos creer.
En definitiva, el rebajar algo en la medida en que es un insulto a la experiencia de la vida, forma parte del mecanismo de fluctuación de la máquina afectiva humana.
El rebajar algo es también un descanso contra la seriedad impoluta de la existencia.
Sólo una hipocresía que es políticamente respetable puede aún oponerse moralmente a este curioso tipo de mezquindad.

Pero el que se burla guarda como en un cofre un dolor inextinguible; preferiría antes ser burlado que burlar; preferiría no tener que crucificar a Cristo de nuevo que ser él mismo crucificado; en realidad, el escéptico profundo exige al cielo y a la tierra una fundamentación que el hombre común no podría soportar ni intelectual ni vitalmente. (Ni, digámoslo de paso, tampoco él). Y, qué paradoja, detrás de su tesis de la levedad del todo, el escéptico sufre en sus carnes no poder amarrar el trasmundo verdadero que hierve en su atormentado corazón platónico.
El escéptico exige no con palabras, sino con sangre, no con intelecto, sino con la carne que soporta su maltrecho espíritu.

El fenómeno del escéptico cansado, que a su edad adulta ya ha dejado incluso de burlarse en la medida en que ello ya constituye un motivo de cansancio innecesario, ha sido sin duda alguna, en otros tiempos, un niño feliz, fuerte, inquieto, idealista.
No existe un escéptico sin idealismo como fundamento orgánico de su alma como no existe alguien que sea enormemente malvado sin al mismo tiempo haber sufrido una enfermiza sensibilidad.

Y así es como en la época de las utopías fallecidas, observamos los frutos caídos de esos árboles antaño poderosos, que, cansados de tanta energía destilada en proyectos fracasados, se mueven con la inercia de ésa piedra ajena al mundo en el que vive.
Y de nuevo la contradicción propia que se mueve en el fondo de todas las cosas, el écart disociado que no es otro que el verdadero Logos del mundo, nos enseña que esa pasividad es una de las últimas formas en que el hombre puede metamorfosearse en sabio:

El último recorrido del filósofo hacia el jardín de una paz idílica, como bien vio Epicuro, y con la conciencia estoica de atenerse a la Naturaleza porque ella es la que rige, parece ser el fin de tantos desvelos idealistas y románticos.

Al final, dicen los estoicos, volvemos al suelo, con lo inerte, con las piedras, con lo orgánico que se traslada por los ciclos de los mundos hasta el infinito. Nuestra conciencia de ello, y la pasividad que alcanza el escéptico, no es sino el saber de ese final, el preludio que ya escucha agonizar las campanas solitarias en el fondo de nuestra trágica humanidad.

Todo esto es verdad, pero no siempre queremos la verdad. Y es que yo no tengo más remedio, dada mi condición de anciano enflaquecido, que hablar así, y afirmo tan severamente por no poder llamar con mi juventud a los plácidos ángeles platónicos que conservan ese gastado concepto de verdad propio de una añorada y divina lozanía, que, como la mujer de Lot, ya es sólo una estatua desdibujada en los fondos últimos de la memoria.