Support independent publishing: Buy this book on Lulu.

sábado, diciembre 29, 2007

Responsabilidad y absoluto

¿Cuál es el objeto concreto del nihilismo, el espíritu de su temática? No es extraño que muchos de los romanticismos sean tildados de nihilistas, en la medida en que el nihilismo también supone un diálogo con el absoluto, precisamente en esa medida en que la singularidad es de tal manera absoluta que no permite un intermediario legítimo, un reconocimiento social en el que apagar su responsabilidad. Por decirlo con Derrida, también el nihilismo nos coloca frente a ese completamente otro, en una relación que no es precisamente una excepcionalidad, sino, por el contrario, la regla de toda la conducta humana y de todas las relaciones humanas.

La falta de una evidencia ante la conciencia del alter ego (Husserl), es la causa inmediata de la responsabilidad en la singularidad. El órdago que nos lanza el nihilismo, no ése que niega la vida (Nietzsche), cuya cumbre sería representada por el cristianismo y el positivismo científico, sino aquel entendido como suspensión momentánea de todos los sentidos no es otra cosa que una manera directa de representar esta relación, una provocación al reconocimiento implícito en todas las relaciones humanas que no puede lidiarse con éticas de tipo general. Dicho de otra forma, lo que nos propone ese nihilismo así entendido es el reconocimiento de nuestra singularidad frente al absoluto, de la misma manera como lo representa Kierkegaard en su Abraham; la ruptura de los sentidos conduce a un temor en el que se reverencia la presencia misma de lo absoluto, sin máscaras. En el fondo de todas nuestras acciones, sin embargo, eso es lo propiamente representativo. Por ello no se debe considerar como una excepcionalidad.

En realidad, es en la vida cotidiana donde esa confrontación se hace específica y legítima. No es en los discursos filosóficos, etc, donde podríamos ver mejor esa representación. Por el contrario, se puede hablar de una suspensión ética allí donde se juegan los valores más auténticos de la vida, o por usar otra expresión, los más valiosos. Es en el amor, en las relaciones más humanas, donde ninguna máscara ética o filosófica puede hacernos renunciar a nuestra responsabilidad para con el otro. Sólo ahí es donde se percibe la insuficiencia de las doctrinas filosóficas. Sólo ahí se descubre la imposibilidad de la ocultación, del escamoteo frente a la responsabilidad pura.


También es precisamente aquí donde no nos salvan las verdades filosóficas. La verdad filosófica deja de ser válida justo ahí donde comienza la aplicación vital de la misma; los intentos de conservar la verdad filosófica en la vida podrían ser modalidades de lo absoluto; pero, ¿realmente es así? Cuando Todorov habla de la relación de Rilke con el absoluto, cuando la poesía como actividad se convierte en la justificación de las demás carencias humanas, ¿existe realmente un enfrentamiento con lo absoluto? ¿O no es más bien en la entrega incondicional al Otro donde verdaderamente el hombre experimenta la desnudez de su singularidad, frente a la totalidad irrepresentable del Otro?

La verdad filosófica o poética no puede en ningún caso desplazar la experiencia contingente de nuestra existencia en cuanto singulares. Ahora bien, y en esto olvidamos a menudo a Kierkegaard, la singularidad es el ámbito de lo absoluto, el ámbito en el que al menos lo absoluto se da como absoluto y sólo allí puede darse como tal. Por eso la suspensión de la ética y de los territorios de la generalidad no afecta sino al individuo singular, y por eso se habla de temor y de temblor frente al abismo. Ningún dictado o ética puede salvar a Abraham de su responsabilidad con el absoluto. Ninguna teoría puede reemplazar la acción de nuestra singularidad en relación con la otredad insalvable del otro. Quizás el absoluto tanto anhelado por la filosofía no se halle mucho más lejos de las recónditas lagunas que conforman nuestra personalidad.

miércoles, diciembre 19, 2007

Muerte y devenir

Hegel es el primer filósofo que salva al devenir de su condición pagana. Pero él, como buen conocedor de las doctrinas griegas, no podía permitirse el lujo de prescindir de las categorías más importantes de los filósofos antiguos. De este modo el devenir se convierte en el desarrollo del Espíritu, de manera que tanto el propio devenir como el Absoluto quedan justificados.
Pero la esencia del movimiento nos aguarda cosas paradójicas. La renuncia de lo Absoluto, encarnizada sobretodo en la figura del Final de los Tiempos y en la idea de lo fuera-del-tiempo como tal, permite sobrevalorar, o valorar con una nueva óptica, el mero devenir, lo que el filósofo arrogante por otro lado rebaja hasta la ingratitud con ese nombre de "contingencia", pero que por otro lado resulta ser la realidad en su crudeza más asfixiante.

Podríamos decir, contra los vitalistas en general, que el devenir no resulta plácido y no sólo es trágico, sino que fundamentalmente conserva los caracteres mortuorios de todo pensamiento platónico. El que afirma con voluntad de héroe el devenir, no sabe muy bien qué dice. El devenir, podríamos afirmar, no es sino el desarrollo de una enfermedad que termina con la muerte. Y en verdad es más beneficioso pensar una finitud del movimiento que prolongarlo hasta el abismo de lo indefinido.

El mismo movimiento niega en su esencia el inmovilismo, la quietud, en otras palabras: la verdad. Por eso no existen verdades desde el telescopio de la Historia, y una explicación que enlace sus acontecimientos de forma lógica aparece siempre como un desarrollo metafísico. Pero la anotación más empírica que podemos realizar en torno a este tema es la del movimiento infinito de las cosas mismas; como si el mundo se apresurara a negarse, no sabemos bien cuando ni de qué forma, la única constatación que nos deja es la de que nada permanece en su seno y que por esa misma razón sólo el caos puede ser el resultado final de ese movimiento. Pues, o bien se admite la involucración absurda del movimiento en el sentido de la Historia como llave lógica de su existencia justificada por la razón, o bien el movimiento está destinado a su consumación en el túnel del tiempo. Ahora bien, podría suceder algo más terrible: la infinitud del movimiento, el aplazamiento indefinido del caos, la incertidumbre convertida en ciencia. Es preferible pensar un caos próximo que no un infinito desarrollo hacia el desastre.

La Historia es el desarrollo de una enfermedad que termina en la extinción. Todo devenir es, entonces, la preparación para la muerte que lo sella; por eso no podríamos, en nuestro sano juicio, admitir la vitalidad y al mismo tiempo el devenir, como quiere Nietzsche. Porque el devenir es ya una enfermedad, como la inmovilidad misma es la muerte.

La única esencia pensable que evadiría esta dialéctica sería el propio Dios, entendiéndolo como un infinito en acto, si cabe pensar tal cosa. Si el final de todo movimiento es el perecer del objeto que se mueve, y ese mismo perecer es la enfermedad que lleva a lo primero, sólo podríamos pensar a Dios como una mezcla de ambos; un movimiento dentro ya de la eternidad, un movimiento de la eternidad. Pero en este caso no sería un desarrollo, pues Dios no tiene nada que desarrollar, dado que es perfecto. Se trataría sólo de la constatación eterna de su idéntica perfección en el transcurso de los tiempos.

viernes, diciembre 14, 2007

Extracto del Libro del Insomnio, XI


436
De la misma manera que en teología podemos rechazar la hipótesis de la existencia de un Dios gracias a la evidencia de la maldad en el mundo, en filosofía podemos rechazar la idea de que la razón encuentre su objeto, precisamente observando los "meros hechos empíricos" que tanto placer causan a algunos; por eso recurrimos a la vida de los grandes filósofos y encontramos que, ¡eureka! ninguna de sus reflexiones ha conseguido emanciparse de los cambios físicos que fueron causa de que ahora pensaran esto, y más tarde aquello otro; la evolución del pensamiento en el mismo pensador es la razón suficiente, más que necesaria incluso, la evidencia, de la futilidad de la filosofía como pensamiento sobre la realidad del hombre y del mundo.
437

Yo mismo, como particular, (Kierkegaard, Stirner), ya soy un obstáculo para el objeto científico, que no puede, ni nunca podrá, a no ser destruyendo mi propio ego, conquistar ese terreno que, en cuanto "hecho indubitable" (¿o debo dudar de mi propia existencia?), queda al margen de todo instrumental científico y profesional.

438

Qué ruindad supone la filosofía profesional! Bien está que concedamos que se trata de una patraña en la que algunos nos involucramos, no sabemos bien por qué, para rellenar nuestras taras afectivas y personales, y nuestra incomunicación culpable con el mundo. Pero de ahí a querer hacerse con el mundo, ¡qué barbaridad! Y como nunca consiguieron entender que existe una falla intransitable entre el ser y el pensamiento, que sólo el ser puede atravesar, engañándonos a nosotros mismos, yerran durante siglos en las mismas vías, en los mismos sótanos, despreciados del mundo y en constante destierro de la salud mental.

439

Kant sitúa a los objetos girando alrededor del hombre, y entonces tiene ya ganada la partida. Pero, ¡ay! ¿Es que no viste que aún siendo nosotros los constructores de nuestro mundo cargamos con una mayor monstruosidad, a saber, la imposibilidad de manejarnos a nosotros mismos? Más fácil era antes, que nos gobernaba un ser exterior y trascendente, que ahora, que nos gobernamos nosotros mismos, es decir, un ser obscuramente incognoscible.

440

Mi yo es el objeto incognoscible por excelencia del mundo. Pues ni siquiera yo mismo podría conocerlo.

441

Schopenhauer critica a Hegel por charlatán; en efecto, es posible que Hegel fuera un charlatán, un embaucador. Pero también es preciso preguntarse si no sucederá que las verdades de la existencia no son menos charlatanas y embaucadoras. El propio universo metafísico de Schopenhauer pide que esto sea así; lo trágico es irónico y por tanto embaucador.

sábado, diciembre 08, 2007

Vanidad filosofal

En el origen de la filosofía también se encuentra la vanidad; y la vanidad misma es la causa de todos los fracasos filosóficos. Lo que en primer lugar aparece como asombro se transforma rápidamente en ambición. El filósofo que nada sabía al principio ahora pretende dar cuenta de toda la realidad; se trata del paso de Sócrates a Platón. El primero parte del reconocimiento de su ignorancia, y, como en la teología negativa, su dialéctica le lleva al horizonte donde se desvela lo absoluto. Y así, sutilmente, se ha dado el paso del maestro al discípulo, de la ignorancia a la pretensión del conocimiento.

La vieja sabiduría religiosa comienza allí donde acaba toda filosofía. La filosofía más coherente, y por ello precisamente la menos productiva, es decir, el escepticismo, sólo sobrevuela una antigua tesis religiosa, a saber: la necesidad de la existencia de un Sumo Creador como método infalible para detener las vanas ansias de la razón por aprehender la realidad. No es extraño por eso que Pirrón acabara su camino allí donde lo empezó: el círculo de la filosofía termina en el silencio y la palabra se delega en la autoridad de lo Inexplicable: o Dios o la Razón, no hay alternativa.

En la inteligencia de los hombres existe por tanto ese principio que convierte automáticamente lo inteligente en estúpido; los procesos de la razón generan monstruos con una facilidad cuasi demoníaca. De la humildad del escéptico a la vanidad del filósofo sistemático hay un fino velo. Pero uno no puede dejar de reír al escuchar las pretensiones de los filósofos cuando erigen sistemas de pensamiento como si se tratase de transcripciones fidedignas de los hechos al papel. Los títulos de los sistemas de filosofía de Berkeley, Hume, o Hegel, por poner unos cuantos ejemplos, revelan con suficiente claridad el resultado de una vanidad extralimitada, que en el fondo no es otra cosa que ingenuidad infantil.

La cosa sería sumamente sencilla si todo acabara aquí. Pero también existe una exigencia legítima. Esa vanidad injustificada del hombre y su soberbia se dan a la par con la necesidad justificada por la búsqueda del sentido de las cosas. La vanidad es sólo una cara de la tragedia anticipada que supone ser hombre. El hecho de existir ya es suficientemente trágico; con ello estarían ya justificados todos los errores y vanidades humanas. Y sin embargo, no deja de ser ridícula, y hasta molesta, esa pretensión humana de someter la realidad a la razón. Cuando es suficientemente claro que se trata justamente de todo lo contrario.




lunes, diciembre 03, 2007

Extracto del Libro del Insomnio (X)

401. No hay armonía preestablecida entre el alma y el cuerpo. Cuesta mucho trabajo comprender que nosotros mismos "seamos" nuestro propio cuerpo. El posesivo "nuestro" indica ya que el cuerpo es otra cosa que nosotros. Las funciones orgánicas son generalmente execrables. El vómito, la sangre, el excremento, y con especial predominancia los órganos internos, el corazón, el hígado, etc, son esencialmente repugnantes a nuestros órganos intelectuales, como el ojo. En realidad no sólo el alma, sino también los propios sentidos rechazan el interior de los cuerpos. Ningún ojo ha determinado que sea hermoso contemplar un estómago, ningún tacto hace menos repugnante al vómito. Pero sobretodo es el pensamiento lo que hace que la mera contemplación de nuestros órganos internos cause cuanto menos una preocupación justificada por la relación entre su esencia y el cuerpo.

402. El cuerpo: ese extraño que "somos". Pero, ¿y el alma? ¿Acaso es menos extraña? ¿Quién, sino ella, controla las relaciones entre ella misma y el cuerpo? Pero, ¿quién, sino nosotros, somos los perfectos ignorantes de esa contemplación?


403. Parece que el panteísmo es el intento desesperado por renconciliar todas las otredades de lo mismo en el concepto de universo. Yo me pregunto, ¿por qué esa desesperación por reconciliar algo en nombre de su primigenia unidad si no hubiera previamente nada que reconciliar? Mantener la originarieidad de la unidad y su simultánea ruptura, en un mismo juicio.


404. El talón de Aquiles del escéptico: Pirrón y su compasión con las tradiciones ideológicas de su tiempo. Como el escéptico ha perdido el horizonte posible de la verdad, no queda espacio para la rebelión legítima contra el conocimiento equivocado. Se acepta, por tanto, la religión y la ideología tradicionales; el escéptico detiene todo rechazo hacia un sistema que en algún momento puede volverse opresor. El talón de Aquiles del escepticismo equivale justamente a la única y máxima virtud de la Ilustración: la rebeldía y la acción contra aquello que se acepta de forma dogmática, sin apelación a la razón. Y sin embargo en un punto aventaja el escepticismo al espíritu de la Ilustración. Pues el primero no se engaña acerca de las posibilidades del conocimiento, mientras que el segundo aún no ha despertado de la solemne ingenuidad del racionalista, preso de los sueños emancipadores de la ridícula razón.


405. La única patria donde la libertad es posible para el hombre es la patria de la soledad. Allí donde no ha quedado ningún resquicio que examinar para el hombre solitario no puede ponerse con su fuerza ningún juicio externo. Quien se halla delante de Dios mismo sólo encuentra una oposición en el Absoluto que representa. Todo lo demás, el resto del mundo, cae bajo los pies del solitario. El único juez que queda disponible es la conciencia. Alguien podría objetar que de este modo el solitario no está, efectivamente, solo. Pero ello supone que se ha zanjado de una vez por todas el debate sobre la interioridad o la exterioridad de la conciencia; pues ésta no deja de ser un desdoblamiento del propio sujeto, lo que no lo convierte en alguien efectivamente distinto de ella misma.


406. El sueño confirma plenamente la mutabilidad interna de todas cosas y la segura destruccíón de su constitución una vez que ellas mismas han alcanzado el éxtasis de su esencia perfecta. En el sueño se rompen todos los lazos significativos que en la vigilia adquieren una solidez que sólo un loco se atrevería a rebatir. Ello es suficiente para que la sospecha, el gusano eterno de la inquietud, ejerza el poder de su sombra sobre todas las cosas con sentido de este mundo.


407. ¿Qué diríamos si ante una enfermedad de difícil diagnóstico se reuniese a todo un pueblo y las opiniones de todos sus miembros fueran valoradas idénticamente? ¿Qué pasaría si la opinión de un doctor tuviera el mismo peso frente a la de un granjero en torno a las causas de una enfermedad? Nada diferente acontece hoy en día cuando el derecho a la expresión escrita es patrimonio de cada sujeto de este mundo. Con ello desaparece el valor de aquello realmente valioso, pues la igualdad en el juicio supone el desprestigio del juicio más correcto. Se trata de la política de la democracia, que permite cualquier barbaridad con tal de evitar la caída en prácticas propias de los "totalitarismos". En un mundo en el que no hay cosas mejores que peores tampoco puede existir antídoto contra la estupidez, que definitivamente también ha alcanzado en este siglo su reinado absoluto mediante la tan mal aplaudida globalización.


sábado, noviembre 24, 2007

El nudo corredizo

Es Bergson el que establece un nuevo método para intuir la realidad misma de otro modo que el científico, sin que a la vez se pierda el rigor que proporcionaba éste. El método científico, sin embargo, tiene sus antepasados en Platón, quien disecciona la realidad en dos ámbitos opuestos, siempre en base a la medida del conocimiento, que en la realidad sensible es casi minúsculo y en la realidad inteligible alcanza su máxima perfección.

Pero la percepción sensible no es conocimiento en el sentido de constituir la vía de acceso a la realidad vital como entienden Nietzsche o Bergson, sino que, al contrario que en Platón, ella misma está inundada de lo inteligible o conceptual. Las representaciones jamás son como las analizaron Locke o Hume, y, en general, cualquier filósofo. Nunca se da la representación de un objeto aislado, como recalcó Heidegger.

Pero no sólo eso. La simple sensación incorpora un universo de significado, pues el significado sólo puede comprenderse en su propia materialización y toda materialización invoca o comunica distintos mundos de significados. Se diría que la distinción entre ideas y sensaciones es posterior a la vivencia originaria; pero ahora bien, esta vivencia esta construida en un nudo indisoluble entre la materialización de la idea y la materialidad propia de la idea.

Por otro lado, frente a Bergson, pensamos que la sensación si conlleva conocimiento. Pero, ¿qué tipo de conocimiento? No por sí misma, desde luego, puede la percepción suministrar conocimiento, sino en su trabazón con la idea o el significado que en ella está implícito. En general, la consciencia sabe cosas, pero sólo en un modo: en el de la constatación. Por conocimiento habría que entender un sistema de saberes que dieran cuenta de la totalidad de la realidad. Ése es el intento de Platón o de Hegel, esa es la metafísica. No hay otro modo de dar validez total al sentido de la expresión “conocimiento”, sino como un sistema de verdades que da cuenta de las relaciones de la realidad consigo misma.Nosotros sospechamos que tal sistema no lo capta la conciencia.

La conciencia sólo conoce la singularidad, el hecho en sí mismo desgajado de su posible conexión con el sentido del mundo. La significación de un hecho aislado no es, como en Wittgenstein, un mero hecho del mundo sin significado metafísico. Cada hecho del mundo tiene un significado metafísico. Pero ese significado de cada hecho no se comunica con todos los demás hechos. Con la conciencia podemos percibir la belleza de una verdad, de un árbol o de un poema: en la misma percepción se da el sentimiento sublime de lo estético, la constatación de que ahí existe algo hermoso. Con la conciencia podemos también dar constatación de la existencia de un yo; pero, ¿qué es el yo, qué es el árbol o el poema, en relación con el mundo?

He aquí la tarea imposible para la conciencia: la relación exacta entre los componentes de una realidad que siempre es más que la suma de los mismos. Conciencia y percepción son, pues, una misma esencia dividida y mezclada en su división: un conocimiento huero deducido de un nudo bien armado cuya debilidad es aparecer como un nudo corredizo, que una vez desatado divida la realidad en dos ámbitos. Un nudo que como conocimiento es incapaz de alcanzar lo que Platón quería decir cuando hablaba de su episteme.

martes, noviembre 20, 2007

Extracto del Libro del Insomnio IX

386. Si se hiciera real la vida por la que suspiramos, de inmediato dejaría de ser valiosa y nos veríamos de nuevo enredados en otra preocupación. Es difícil ver esto que es tan obvio, y por eso sufrimos. No es que no sepamos aprender, quizás es que en este punto no sea posible. Por otro lado, todo el sufrimiento que tiene por causa una disminución o empobrecimiento de uno mismo es a su vez causa de un corazón afectado, un ego arbitrariamente sobreestimado. Mi melancolía ha sido muchas veces la consecuencia de una nostalgia por un yo más firme, más valioso. El hartazgo de uno mismo proviene de una excesiva dedicación. Al igual que en otro tipo de conocimientos, el conocimiento de uno mismo genera el dolor de la unidad que no se puede compartir. La soledad es propia de ese hombre que estima en mucho su vida, sus capacidades, sus valías. El conocimiento del yo causa la conciencia dolorosa que todo conocimiento provoca.

387. Una filosofía de la inquietud: la inquietud o el abismo como la máxima aspiración en materia de conocimiento. Ahora bien: si la certeza de la inquietud como fin fuese absoluta, no habría inquietud como tal. Alcanzaríamos la ataraxia en la epoché indefinida del conocimiento. Sólo porque intuimos vagamente la posibilidad de la verdad, y sólo porque esa posibilidad se nos presenta como irremplazable cada vez que hacemos filosofía, es por lo que de veras la inquietud se hace, paradójicamente, posible en sí misma; y es por eso por lo que tenemos, de forma secundaria, una cierta certeza de la inquietud que nunca podemos afirmar en el juicio de manera absolutamente positiva.

388. Pues igual que no podemos convencernos de la posibilidad de la verdad, tampoco hemos realizado el trabajo suficiente que nos permita convencernos de su absoluta imposibilidad.

389. La inquietud se presenta siempre en la forma de la ilusión. Y sobre la ilusión trabajamos. Todos nuestros fines, de ser realizados, nos convertirían en seres profundamente amargados. De ahí que sea necesario suponer como imprescindible o como meta aquello que, una vez logrado, nos haría desistir profundamente de toda misión y trabajo en la vida.

390. Todo programa filosófico coherente debe incluir en una unidad la ética, la teoría del conocimiento y la ontología como si se tratasen de los distintos pliegues de un mismo ser que no hace abstracción de sus partes en cuanto su acción es completa y absoluta. No tiene sentido una pura ontología, ¿pues de qué nos servirá a nosotros?, de la pura ética, ¿pues con qué legitimidad podríamos justificarla?, o de la pura teoría del conocimiento, ¿hay algo más frío e insatisfactorio que eso?

391. La perturbación de la razón mediante narcóticos, drogas, insomnio, etc. No se trata de matar la lucidez, sino de matar el dolor que conlleva toda lucidez. Una inteligencia vigorosa no dudará en echar mano de vez en cuando de cuantos narcóticos pueda utilizar, si es que quiere no ser vencido por la locura. La legitimidad humana de ayudarse a sí mismo para soportar el dolor del mundo.

392. La intuición intelectual más profunda de este mundo posee la doblez que le permite convertirse en la cosa más efímera de cuantas existen. Pero no por ello deja de ser profunda; al contrario, precisamente porque se dobla en esa banalidad es por lo que podemos atestiguar su antigua profundidad.

393. De la misma manera que ante dos opciones igualmente satisfactorias, nada podrá evitarnos el placer de la elección de una de ellas, nada podrá evitarnos su consecuente sufrimiento.

394. Qué hacer con el sufrimiento, he aquí la pregunta constante del estoico.

395. En Platón y en Spinoza se vislumbra la horrible verdad del camino del sabio: tras vagabundear en las altísimas cimas del conocimiento, hay que bajar de nuevo a tierra firme y encontrar, esta vez desde otro lugar, la verdad superficial que en todo momento ha permanecido, quizás detrás de las sombras de la especulación intelectual.

396. Todas las perturbaciones de la razón que se producen por causas procedentes de la vigilia tienen la misma influencia sobre el alma que las que se producen por causas que instigan al pensamiento desde el sueño.

397. ¿Cómo se puede paralizar el pensamiento? Quien posee una alta cantidad de energía en constante movimiento no puede sin más abortarla, eliminarla. El pensador se ve sin duda inmerso en su filosofía, y en el supuesto desarrollo de su filosofía, debido a que la energía del pensamiento que lo oprime busca desembocar en una expresión que lo libere de sí mismo.

398. En todo momento me doy cuenta de que no pienso sistemáticamente; pero porque he determinado que mi pensamiento imite la forma de la vida. El pensamiento es irremplazable en mí; quizás porque la melancolía de la que soy presa me arrastra con sus olas hacia las tierras de la reflexión. Pero no puedo proceder detalladamente. Mi escritura es un salto, una coma, una nota a pie de página, un quiebro circunstancial. Y así puedo decir que permanezco constantemente apuntalado por una conciencia a medias, una tensión que me hace ser consciente de mi propia oscuridad sin facilitarme vías de lucidez como para suponer estar en algún camino. Casi me muevo con la consistencia propia de la inercia.

399. Nada es más fiel al alma humana que el propio sufrimiento.

400. Procura que tu expresión sea lo suficientemente general como para que quien te escuche pueda aprender algo de sí mismo. Que la expresión mate la subjetividad en cuanto que la finalidad sea alcanzar una cierta objetividad, un conocimiento útil para aquellos hombres que busquen respuestas en sí mismos.




martes, noviembre 13, 2007

Extracto del Libro del Insomnio VIII

373. Sólo la razón elige separarse de la unidad del darse del propio ser, para más tarde anhelar ridículamente la unidad perdida de la que ella es ahora sólo una mujer desnuda en medio de un bosque impenetrable.

374. En lo ridículo se oculta una seriedad indemostrable para el escéptico; pero lo cierto es que lo más serio y severo de nuestra vida se nos aparece a menudo como ridículo y absurdo, digno de caricaturizar. Por eso aún valoramos, y con razón, la comicidad y el escarnio inteligente. De alguna forma, lo único que no comprendemos es la relación existente entre lo uno y lo otro. Pero que son dos caras de la misma moneda, de eso todo hombre razonable está seguro.

375. Lo excepcional supone en todo caso un exceso. La naturaleza no duda en aplicar una sanción a todo exceso. Lo que ha propiciado el avance en el conocimiento es el exceso de ciertos espíritus, la monstruosidad en las labores de la inteligencia. De ahí podemos deducir fácilmente en qué consiste ese avance en el conocer y su relación con la propia naturaleza.

376. El progreso implica un descontento primordial con la condición en la que el hombre se hallaba en primer término. Pero parece que no pueda surgir nada óptimo de un descontento, de una rabieta infantil, que es, a fin de cuentas, lo que ha llevado al hombre a destituir a aquello que jamás ha comprendido en último lugar, a saber, la cuestión de lo sagrado.

377. La falla originaria no está constituida fuera del hombre. Pues si en toda realidad hemos de tener en cuenta a éste, ya que toda realidad se da junto con su presencia, entonces el hombre es sólo un polo en el que se teje parte de la realidad que comparte con aquello que de alguna manera es externo. Es aquí, y quizás no sólo aquí, pero también en este lugar, donde se realiza la falla originaria; el hombre sólo es parte del descalabro universal del que ha nacido el propio mundo.

378. La plasticidad ontológica significa la virtud del ser para trascender las barreras lógicas cuando así lo necesita, y la facultad para sancionarse a sí mismo con la propia lógica cuando así lo requiere su propio movimiento. Plasticidad del ser, flexibilidad del ser, es aquello que permite que todo pueda ser cualquier otra cosa.

379. Por ello, la realidad se ha visto siempre fuera de las intuiciones del hombre, p ej, en Kant. Pues era imposible apresar algo que se burlaba continuamente de todos los esfuerzos de la razón por estrecharlo en sus parcos límites.

380. Aún queda por constatar si el pensamiento no es una especie de infantilismo del espíritu (y no el espíritu entendido como facultad de juzgar o inteligencia teórica, sino como esencia de la voluntad, como esencia misma que resume al hombre al tiempo que lo sintetiza), y la vida de aquel no sea un previo paso a lo que realmente define al último: el amor, la comprensión de los demás, el gozar con una actividad, etc. Estas últimas cosas se dan siempre en oposición o en relación de superación con el pensamiento. Es decir, debemos investigar si el pensamiento humano es capaz de obtener por sí mismo su propia legitimidad frente a los grandes centros de la vida (vivencia de la existencia).

381. Los razonamientos que se mueven con la intención de forjar un sistema filosófico son siempre un tour de force: ¿quién dio derecho al filósofo a decidir que, porque no podía ser de otra manera desde un punto de vista muy humano, Dios debía exhibir o poseer tales o cuales facultades? Las barbaridades que se han dicho en filosofía sirven para justificar la existencia de cuantas cabezas estúpidas se generen en el futuro.

382. El ser juega con el filósofo como un dios malvado con un ciego. Y lo peor de todo es que en el mejor de los casos, el sistema de un filósofo, en cuanto filósofo, habrá errado. Hacia qué y por qué, eso corresponde determinarlo a sus descendientes. La virtud del filósofo es fracasar con estilo. El poeta se contenta con hacer de su fracaso algo hermoso.

383. Cierto es que tampoco un escéptico puede sentirse orgulloso de serlo. Al final, toda la potencia de la inteligencia humana se descubre ante la necesidad de calmar los humos de su ego. En la terrible madurez, la cercanía de Dios y de la muerte hacen al hombre más sincero y auténtico, consigo mismo y con los demás.

384. La fábula del pensamiento, etc. Pero, ¿has llegado tú a las últimas consecuencias del pensamiento para que te hagan aseverar eso que dices? Y sin embargo, ¿no es ingenuo pretender seguir creyendo en la posibilidad de esas soluciones?

385. La necedad no es renunciar a la vida, sino sufrir por no tener valor para decidir la renuncia o la resignación. No es necedad alguna renunciar a la vida. Lo único certero en esta vida es que ella misma es trágica. No es tan evidente lo contrario.





viernes, noviembre 09, 2007

Razón metafísica

En este artículo entendemos por “razón metafísica” a aquel espacio de tensión entre el hombre y el mundo y que permanece anclada a una serie de principios trascendentales (en el sentido de que definen, independientemente de los sucesos contingentes, las reglas de acción moral en función de una definición previa de lo que es el mundo), en contraposición a aquello propiamente “antimetafísico”, que es representativo de lo que caracteriza a nuestra época. Pero hay que aclarar el carácter de esta “razón metafísica”, tal y como aquí se trata.

Lo metafísico permanece bajo la apariencia de la convencionalidad y la convivencia cotidiana como algo imperturbable; es un espacio donde se enraízan los principios morales y ontológicos en uno solo; pero la razón metafísica aparece siempre con distintos ropajes: ora más elevada y abstracta, ora más cínica e incluso criminal. Esta razón es por eso una pura formalidad (lo cual no incide en su legitimidad): su contenido, su validez, se agota en ella misma. Su dogmática habla tan solo de que la actitud ética imprescindible ha de proponer un enlace indisoluble entre el hombre y el mundo como objeto trascendental y lugar de acción y reflexión. El mundo como totalidad enigmática que interroga desde la ignorancia al propio hombre: ello no implica una actitud ética determinada, sino sólo en su formalidad, sólo en la exigencia de una conciencia, no en los valores morales de determinada comprensión de un mundo, y ello está basado en el principio ontológico que declara abortada la cognoscibilidad del mundo, con lo cual el espacio propio del ser es el espacio de la neutralidad.

Por ello no se nos presenta más ético el cristiano que el nihilista, o al menos no necesariamente. El crimen no se prefiere, en este caso, a la solidaridad cristiana o al amor (por ejemplo). Sólo se dice que es una opción perfectamente justificada desde la razón metafísica(toda vez que el valor moral en su contenido se disuelve en el espacio de experiencia vital que hemos llamado razón metafísica); pero ahora bien, no todo crimen es metafísico. Dos tipos de nihilismo se verifican aquí: por un lado, el “nihilismo” de la cotidianidad, del rechazo a lo metafísico como actitud ética trascendental; de otro, el “nihilismo” como posible acción ética desde la metafísica cuyas consecuencias son o pueden ser tachadas como “degeneradas”, “crueles” o “criminales”.

La apología de la razón metafísica sólo puede dejar de ser una obviedad cuando el pensamiento generalizado de una época llega incluso a ocultar lo que debía ya estar superado hace mucho tiempo. El nihilismo de la cotidianidad perturba las relaciones del sujeto como protagonista consciente de su historia con respecto del mundo que lo engloba, favoreciendo un ocultamiento de las condiciones más básicas para la tarea del filosofar. De este modo es como ahora se hace urgente resaltar principios que hubieran resultado básicos para cualquier filósofo de otra época. Pero la experiencia vital de la filosofía no arroja luz sobre la verdad de nuestros valores y convicciones. Por el contrario, nos coloca entre la dificultad de decidir y la necesidad de considerar un asunto en sus últimos fundamentos.

Aquí es donde la necesidad de la decisión se impone ante la del conocimiento. Y por ello puede legitimarse una acción anárquica. En cualquier caso, la indeterminación del mundo hace plausible una ética formalista como la expresada en este párrafo al tiempo que oscurece la posibilidad de una acción basada en algún tipo de moralidad determinada o ética concreta. Nuestra razón filosófica atiende a la totalidad desde la deducción sistemática de un organismo metafísico cuya praxis o, resolución última, puede ser un crimen inclusive. Pero, ¿y la verdad del sistema? Se cumple en el sistema mismo.

sábado, noviembre 03, 2007

El sujeto anónimo

Las filosofías de Kant y Husserl, siguiendo las huellas del pensamiento de Descartes, han hecho del descubrimiento de la conciencia la seña de identidad de la modernidad; de una modernidad constituida por sujetos individualistas que a su vez mantenían abierta la nómina de su propia pérdida de referencia. Así es como el sujeto individualista ha perdido el contacto con lo que le rodeaba, y de ahí su extrema incapacidad para constituir el sentido de la realidad.

Lo que es innegable es que, en un momento determinado de la historia del pensamiento, aparece la obsesión por el sujeto. ¿Qué es lo que tiene que suceder para que acontezca este extraño comportamiento? Allí donde existe un principio constitutivo del mundo no hace falta acudir a la conexión subjetiva ni adscribir a ésta cualidades que son universales y exteriores al sujeto. Y sin embargo, la importancia de la conciencia, y más aún, como conciencia moral, ya existe en los estoicos y en Séneca. Pero se trata de una conciencia moral que tiene una ligazón indestructible con el acontecer del mundo, una ligazón que reúne al sujeto y al objeto en un todo perfecto en el que la última palabra sobre la constitución del sentido la tiene precisamente lo exterior, en este caso, el Universo, el cosmos, la totalidad o Dios.

La labor de la Ilustración es doble: por un lado, suprimir todo estatuto de absolutismo, por otro, realizar lo absoluto desde el sujeto. Suprimir el arjé presocrático, el principio del cosmos, en definitiva, romper con el mundo de las Ideas platónicas para aferrarse a las posibilidades de la apariencia que esquematiza el propio sujeto mediante sus estructuras racionales. Se trata sencillamente de la ruptura con la naturaleza, y de ahí el énfasis ilustrado en la autodeterminación por la conciencia. La autodeterminación surge, y no podría surgir de otra manera, cuando se rompen los vínculos que podrían afectar a la independencia del sujeto.

Todavía existe un intento en la filosofía idealista de unificar la naturaleza y el sujeto,(Schelling) y de volver a una especie de objetivismo (Hegel). Pero el peso de la filosofía kantiana será insoportable para la nueva época que aflora. El individualismo naciente no quiere saber nada de metafísica; tan sólo la conciencia es la que determina la realidad de las cosas. Y de aquí llegamos al sujeto anónimo. Allí donde no hay referente externo, conexión con la exterioridad y lo absoluto, sino meramente decisión subjetiva, tampoco hay como tal la posibilidad de emitir un juicio sobre la verdadera constitución de las cosas.

El sujeto anónimo puede así comprenderse como aquel que, piense lo que piense, o haga lo que haga, su caso se reduce a una mera contingencia que nada ni nadie puede asegurar. Así es como se pierde el sentido de la Historia, (¿qué es el sentido de la Historia para un simple sujeto?), así como todo acto de constitución del sentido. El sujeto anónimo tira una piedra en un lugar solitario y nadie le escucha; hubiera sido lo mismo que se hubiera arrojado por un precipicio. Ahora todo el sentido depende de lo que suceda en el interior de la conciencia. El sujeto anónimo puede comprenderse también como una tercera persona, como un nadie que no dificulta y no imprime su voluntad en un mundo del que por principio está completamente desconectado.

Se trata de la experiencia de la contingencia en su grado máximo; allí donde se destruye el relato de la historia sólo quedan fragmentos anárquicos cuyo único eslabón constituyente de sentido es la figura del sujeto individual. La anarquía del individualismo termina en la disolución misma del sentido. El nihilismo, el tedio y el aburrimiento del existencialismo no tardarán en llegar.

lunes, octubre 29, 2007

Plasticidad ontológica

El olvido de lo Otro es la condición de posibilidad de toda filosofía, el límite insuperable en el que todo pensamiento queda enredado para poder llegar a ser pensamiento de algo. Y, sin embargo, el olvido no sólo condiciona la aparición de una filosofía, sino que, paradójicamente, también la hace imposible y parcial, en especial si entendemos la filosofía como una ciencia o un saber cuyo telos es la búsqueda de la verdad.

Al mismo tiempo existen condiciones en las que surge el olvido. La presencia y la habituación, la regularidad de los fenómenos hacen posible la formación reflexiva del pensamiento. Sin presencia constante y sin habituación se pierde la posibilidad de enraizar un discurso en el mundo de la vida; al mismo tiempo es la razón del olvido de la totalidad, el enfrascamiento en una de las maneras de la totalidad como si esa manera fuera la propia totalidad.

Con el olvido aparece la abstracción; ésta sólo es posible a costa de la memoria. Lo fenoménico y contingente es extrañamente eliminado de los ojos del pensador. Es cuanto menos curiosa esa insistencia del filósofo en preferir lo invisible a lo visible: de antemano se desprecia la mera contingencia de los acontecimientos y se busca una esencia que, no obstante, como muchos habrán de reconocer, sólo puede darse en el fenómeno.

Esta ambigüedad paradójica, esta forma de comprender lo invisible en lo visible, (pues no habría otra manera entonces de superar el hiato entre lo real y lo ideal), ha sido frecuentada a menudo por los filósofos idealistas alemanes, que pretendían encontrar en el fenómeno el concepto mismo realizado, a saber: Schelling y Hegel, uno igualando el arte y la verdad, el otro, haciendo de la apariencia el vocero mediático del Espíritu. Es la misma paradoja en la que se instala en general el pensamiento occidental. Parece que un extraño espejismo nos hiciera sucumbir en la parcialidad de nuestras vidas y a partir de ellas pudiéramos considerar la totalidad de la que fuimos arrojados. Pero no menos importante es el hecho de que, si bien la totalidad se hace tal para la conciencia que la piensa, toda totalidad se da en una conciencia; y aquí tenemos inaugurada la problemática filosófica que aún lucha con el dualismo para poder evadirse de sus garras obsesivas.

Esta paradoja no es acaso un problema de enfoque por parte del pensador. Es la misma estructura de la realidad la que toma esta forma, la que se quiere así en cuanto figura. Es por este motivo por el que no consideramos que el pensamiento de Hegel o de Schelling en este nivel sea mera verborrea especulativa. Al contrario, un pensamiento riguroso ha de moverse en ese nivel, tal y como ya percibió Heidegger en su alabanza de la ambigüedad.

La estructura de la realidad implica que existan unos ámbitos en los que un fenómeno se de como totalidad; he aquí donde aparece la ambigüedad que nos permite afirmar a un mismo tiempo dos tesis contrarias: la necesidad inviolable del olvido del otro como condición de un discurso filosófico, y la aparición fenoménica de la totalidad como incluida en la propia parcialidad, a saber: el hecho indubitable de que la totalidad se da particularmente y que la propia estructura ontológica de esta realidad es flexible, de modo tal que corrompe sus propios límites burlándose de toda lógica. Sólo el pensamiento representativo embiste contra los límites de esta forma plástica en la que se revela el auténtico movimiento de la realidad.

viernes, octubre 26, 2007

La sombra del ángel

La morbosidad del pensamiento no reside exclusivamente en su supuesta naturaleza enfermiza; no hay como tal una naturaleza enfermiza en la que no se manifieste, como la Idea de Hegel en el monumento artístico, el verdadero espíritu del hombre. Que se trate de la esencia misma del comportamiento humano elimina de hecho la consideración a priori de lo que entendemos por enfermedad.

Pero existe una doble vertiente en la consideración de la morbosidad en el pensamiento. El comportamiento del filósofo, y por ende, de aquel que ha decidido bajar hasta el fondo mismo de las cosas, experimenta una especie de placer ambiguo en el rastreo de ese fondo, en la conciencia de su nulidad. Pues en todo fondo esencial lo que como tal es esencial, lo que se autodefine de inmediato y se presenta con rotundidad indubitable es la propia nulidad, tanto del pensador como de la cosa pensada por ese individuo; lo que en el fondo de todo continuamente se realiza es la muerte misma del mundo, la destrucción sistemática de todo ser.

Lo que positivamente anima al filósofo en ese rastreo de la completa nulidad es la esperanza, la luz que necesariamente brilla en todo camino, en cuanto que camino, en cuanto que dirección hacia un objeto posible, pues todo camino remite por esencia a un término, aunque sea un término en todo caso fantasmal, una casa vacía donde no espera ningún padre benevolente. El camino en este caso ni siquiera posee como tal una vivienda de ese tipo, no por culpa expresa de la filosofía, sino más bien porque precisamente lo que hace el filósofo es “conocer”, y el conocer tiene siempre un objeto. En este caso el objeto del conocer es la muerte. Lo último que en nuestro camino pensamos, ya sea relativo a nuestra vida particular, a la vida del mundo en general, o a la esencia del conocimiento, está circunscrito por un último saber, por una última constatación: la liquidación absoluta de lo que existe.

El gran conocimiento de la muerte no consiste, como bien anota Jankelévitch, en conocer algo por primera vez, sino más bien, en constatar algo que ya se sabía de un modo nuevo y diferente. Pero esta muerte no es la muerte solitaria del individuo; no se trata esencialmente de nuestra muerte, sino de la muerte como principio y final de todas las cosas; la muerte del pensamiento y la muerte de la vida. Es la sombra del ángel de Benjamin, el surco infinito de la escoria que se levanta acongojando al sujeto espectador de ella. Pero en ese último levantamiento reside la, quizás, última finalidad del arte: la belleza en la destrucción, la destrucción realizada de forma bella.

Quizás el último regocijo del hombre, la única forma de rebelarse contra la muerte principio de todo ser, consista no en realizar una muerte bella, como pensaban los románticos, sino en constatar la facticidad de la muerte en toda la realización humana, a diferencia de las realizaciones cíclicas de la naturaleza. No se trata sólo de una actitud ante la muerte inevitable, raíz en realidad de la morbosidad misma del pensamiento. Es también la mejor forma de considerar positivamente lo que está destinado a perecer o que de hecho ya ha perecido. La sombra del ángel aún puede ser valorada por su eterno resplandor.

martes, octubre 23, 2007

La última noche de Friedrich Nietzsche

Al fondo, una lona gris oculta los largos bigotes del erudito, sus oscuras cejas encrespadas, como un alud de nieve en la fecunda cordillera. El silencio sostenido en el peso de los libros clama, es materia enorme que sólo un arcón húmedo sostiene, la negra biblioteca de arañas habitada y por rumiares lentos agitada.

Y allí luchan siglos de entereza, razón, violencia, actos singulares y eternos, asciende ceniza en pensamiento, rumor blanco que pide explicación de su existencia. Maúllan, gritan, protestan, reclaman los libros un sentido, una flecha, una luz pura y unida en sus rayos, un alto tallo de verdad inamovible, como una roca es entera y verdadera para el grillo que sólo puede en ella retorcerse Círculos de pensamiento negro aterrizan en la frente sabia, ocultan su paladar de instintos quejumbrosos, sus áridas nostalgias de otra vida más feliz, y sus ojos horadan cada sílaba enrojeciendo su vergüenza, de saberse sólo dueño de una letra, de un dato inacabable, de una simiente de hechos inconexos, frías estelas de vacío en el polvo y la cubierta manuscrita.

Bebe del vaso de vino una vez más en la gélida nocturnidad del que se sabe sólo y sin sentido, pues sólo él hace la historia, sólo a él puede contársela, sólo él en el manicomio universal, enredada galaxia solipsista que bulle de energía para elevarse indefinida, para arrastrarse hacia la pura nada, más allá mascullando las voces de lo ignoto.En un instante lóbrego suena la puerta, como un ataúd irónico abierto a la experiencia. Una sonrisa malvada emerge en la tiniebla. El decorado del saber irrumpe de pronto en la batalla, se declara la guerra en los ojos llameantes del que sabe.

Y allí escucha todas las voces reunidas de la historia, en un grito que gime incomprensiones, y el sabio rompe sus cabellos en el fuego fatuo de lo imaginario, y cree de pronto en la vida, en Dios, en la existencia, y ve, como un rayo que en un segundo de su luz captara toda la vida desde el inicio, el sucederse de los siglos y sus almas, en un solo tramo de tiempo y sentido, en una única chispa de materia.

Afuera llora la noche. Más acá un roedor musita su extraña sinfonía. Campanas al fondo de la iglesia endemoniada, y el licor brindando las almas innobles en el bar. Sólo en ese breve instante ha sentido el sabio lo que lleva siente el ser en su existencia.No hay nada ya que decir. Su córnea ha rebasado el límite que la albergaba. Brazos arrancados, labios que exhuman gris. Las piernas sobre la lámpara burlona. La ventana trae un murmullo de viento diabólico, una presa en el aire de un alma impura y maligna.
Vuelan palabras sin cesar en la maldita habitación, y de vez en cuando una malvada sonrisa que sabe ejecutar el sentido de la vida y ordenar meticulosamente las palabras que lo dicen. Hay sólo una combinación, y es la misma de la que viven las estrellas. Y su opuesto es ahora el cerebro confundido del sabio, su acción es locura, precipitación y desvarío, y arroja los libros a las llamas, en la noche incomprensible. Es su entrada en la locura.Sopla un viento gris en esta tarde. Unos pájaros miran impasibles las nubes colgadas en el torreón. La ventana de la biblioteca gime deliciosa. Y la vida sigue su curso imparable.


domingo, octubre 21, 2007

La caja de Pandora

Si lo que define tradicionalmente a la filosofía es el discurso sobre el mundo, o un discurso sobre éste que sea lo suficientemente amplio como para fundamentar con cierto rigor la abstracción de la totalidad y poder hablar de ella, entonces resulta claro que actualmente nos encaminamos a una pérdida de esa definición filosófica, y que entonces sólo queda como tal una metafilosofía, una reflexión acerca de la propia filosofía que tiende a expandirse en dirección contraria a lo que tradicionalmente ha sido ésta.

En realidad, lo que hizo la filosofía fue abrir ya una brecha que no ha hecho sino hacerse cada vez más compleja, y que ha ido a la par con la propia complejidad del mundo humano en su evolución. La primera brecha es la ruptura con el mito o al menos con la tradición religiosa en Grecia; allí surge la doble dirección de un pensamiento que se adentra en sí mismo al tiempo que se aleja de lo doctrinario como tal, de aquel discurso que por su esencia es cerrado, monolítico. Ello comporta la fundamental paradoja de la filosofía: su intento por sustituir el discurso mítico o religioso al tiempo que concibe su trabajo como un ahondamiento progresivo e indefinido sujeto a un movimiento tendente a la verdad, que como progresión indefinida resulta cada vez más un límite en el horizonte que de todos modos es inalcanzable.

Verdad y trabajo en el ahondamiento son por ello los elementos que hacen de la filosofía una tarea paradójica. Pero mientras se mantenía cada vez más débil, y sin embargo, siempre igual de necesario, un concepto de la verdad, el trabajo del ahondamiento liberaba en el hombre una conciencia cada vez más compleja de su propio ser, una extensión del universo de la verdad que le iba a costar más trabajo sintetizar. El giro copernicano en filosofía introduce ese elemento de alejamiento que hace por segunda vez al hombre aún más solitario de lo que ya estaba; la revolución ilustrada rompe por segunda vez con la tradición, esta vez ejemplificada por la metafísica tradicional cuyo inaugurador desfasado era el gran especulador Aristóteles; y sin embargo no por ello el contenido de la filosofía era más claro. En realidad se caminaba por un peligroso margen que dio lugar a los más grandes de los escepticismos.

Aún cuando pareciera que ya no era posible desatar más cabos con relación a una tradición, entendida como una cosmovisión o explicación-comprensión de la totalidad de las cosas, todavía se logró un paso más con el ataque general al cartesianismo y al concepto del alma o de la conciencia como centro rector de la voluntad. Es verdad que la sociedad ha evolucionado también de manera más compleja; es imposible encontrar un centro teológico allí donde las estructuras sociales y sus jerarquías son cada vez más oscuras.

Parece por lo tanto que estos dos factores vayan parejos, y mientras una sociedad geográficamente delimitada y rigurosamente jerarquizada puede mantener su panteón de dioses y sus ritos reguladores, un mundo que se extiende separándose de sí mismo a cada paso sólo puede generar una desestructuración progresiva de todo tipo de doctrina o de comprensión global de la existencia. En efecto, la consecuencia de todo ello es el escepticismo con respecto del discurso filosófico entendido tradicionalmente. El filósofo ha desatado una caja de Pandora que necesariamente iba de la mano con las decisiones humanas en los terrenos más básicos de su organización vital. A medida que el hombre se aleja de su relación con el cosmos, y penetra en los fundamentos de su alma, también esta se le aparece como un objeto de cálculo que hay que superar; la penetración en los secretos del mundo se convierte paulatinamente en una disgregación de los conceptos que harían posible un discurso de ese mundo; del alma pasamos al cuerpo; del cuerpo, a los elementos que lo forman, y finalmente, a la pérdida de la palabra.

La imposibilidad de estructurar un discurso acerca del mundo no es, por ello, culpa del filósofo. Es que ese mundo del que los griegos querían encontrar la llave que lo abriera se ha convertido en una red infinita de relaciones impenetrables. Así como la galaxia está en constante separación de sí misma, así el universo mental de la conciencia tiene su propia disgregación. Quizás haya que pensar en que se ha hecho tarde ya para perseverar en el sentido tradicional del discurso filosófico.

martes, octubre 16, 2007

Decisionismo teológico

El inicio de lo que habitualmente llamamos nihilismo se puede situar con certeza en las cercanías del giro copernicano, más en concreto, en la filosofía de Kant, que por fin termina con la metafísica tradicional y con la suposición de un mundo trascendente que lograba fundar su independencia de las sensaciones y los pensamientos del sujeto. La paradoja es que, en términos estrictos, ya la doctrina del Antiguo Testamento encierra interesantes características sobre la naturaleza divina que convergen con la presencia del sentimiento nihilista occidental, por ejemplo, en el decisionismo de Carl Schmitt.

El Dios judaico-cristiano, como bien sabemos, se opone en su constitución y naturaleza a la de los demás dioses tradicionalmente paganos, ya sea en la mitología griega, cuyo peso moral se debe al Estado más que a la espiritualidad propia de cada individuo enfrentado a Dios (Kierkegaard, los estoicos de influencia cristiana), ya sea en el resto de las cosmologías como por ejemplo la azteca, en la que también se contempla en cierta manera un tiempo circular que se opone a la concepción cristiana. En realidad, en los aztecas, como en los griegos, existe una especie de naturaleza débil del dios que está sometido al círculo absoluto de la naturaleza y que no puede ejercer como tal la absoluta soberanía. Los aztecas han de mantener a su dios solar con la sangre de los mejor dotados con el objeto de que este sol mantenga el universo en amenaza de disolución. Los dioses griegos, por otro lado, son famosos ya por sus debilidades humanas; en ambos casos el concepto de divinidad nada tiene que ver con un solo Dios absoluto, y se entiende que fuera requisito legal y moral del judío el repudio del politeísmo, pues solamente el monoteísmo podría satisfacer las exigencias de un Dios todopoderoso y único.

¿Cómo se conecta esta idea del Dios todopoderoso con la del "sujeto todopoderoso" que encarna el Estado decisionista de Carl Schmitt? Se trata nada más de ejercer el poder que anteriormente poseía exclusivamente Dios; el decisionismo se opera justamente cuando los cargos atribuidos a Dios corresponden ahora al Estado o al sujeto. La filosofía de Carl Schmitt lleva a lo primero; la de Kant a lo segundo, y todo parece indicar que ello sienta las bases de lo que llamamos nihilismo. Volver el argumento del revés nos produce la curiosa sensación de que en la religión judaica se oculta una profunda negación de la razón clásica pagana, y ello por varios motivos.

En primer lugar, la creación ex nihilo divina supone una alteración y una desobediencia al principio griego clásico del respeto por la physis. No es el dios el que emerge del ciclo natural infinito, sino la misma existencia del mundo la que emerge de él. La irracionalidad de esta explicación consiste en que no cabe imaginar el motivo por el que una Substancia Absoluta "decida" crear (¿y cómo crear desde la nada? diría un griego), un mundo perfecto. El argumento para rebatir esta objeción es que Dios hace todo por "amor": crea a sus hijos por amor a sus hijos (¿pero es que los hijos eran algo distinto de él?), y esta explicación formula una terrible paradoja, que no es sino la distinción entre Dios creador y sus criaturas, el límite en el que la criatura deja de pertenecer a la voluntad divina para devenir independiente.

En el juego de la creación divina se realiza con una perfección inusitada el decisionismo como tal. Dios, independiente de toda regla y norma universal, (pues Él es la norma y la regla), crea, a la manera del genio romántico, el mundo por puro amor. Pero también en ello se adivina algo sobre la naturaleza de esto último. Y es que el amor conserva esa raíz profundamente instintiva y decisoria por la que el amado se refleja en aquello que ama. Sin embargo, la exigencia de poder absoluto de Dios niega el principio del amor. Hay que esperar a la llegada de Jesucristo para redimir al propio Dios de su absolutismo decisionista.

domingo, octubre 07, 2007

Morbosidad del pensamiento

Quien define al hombre por su esencia pensante está condenándolo al mismo tiempo que mintiendo sobre él, en la medida en que el pensamiento no se concibe sino por una especie de regularidad informe que se alza sobre las cosas en actitud de justicia y superioridad; y sin embargo esto es lo que menos define al pensamiento. Hablar así del hombre supone condenarlo a la innegable dimensión morbosa del pensamiento, la morbosidad del pensamiento, el extraño ímpetu que domina a veces a los hombres llevándolos a oscuras geografías donde otra estancia que no fuera el propio juicio se habría llevado las manos a la cabeza en actitud de escándalo.

Como tal, el pensamiento es inevitable; su razón de ser no está precisamente en él, el movimiento de los acontecimientos lo genera sin que exista la posibilidad de prescindir de su ayuda y al tiempo nos arroja a su maquiavélico juego, en el que se confunde el objeto definido como finalidad con la sombra que siempre evoca ese objeto, nunca en la forma de la presencia, sino siempre como esperanza, como ideal regulativo, en el que la supuesta regularidad del juicio y su linealidad temporal consciente esconden un abismo de incalculables proporciones, una espiral que constantemente niega su propio recorrido, y en ese abismo lo que urge no es tanto su intangible solución como la necesidad de no perderse en las cavernas del silencio.

Nacido de la espesa trama de la vida, el pensamiento ha conseguido no obstante superar el umbral que le ligaba a la experiencia inmediata, y en ese mismo trono es donde también pueden crecer con mayor facilidad las perversiones de aquel, donde se le da la oportunidad de tomar su poder en la forma más despótica que quepa imaginar. El hijo del pensamiento rompe el vientre de su madre la existencia y en nombre de sí mismo inaugura la nueva vida de su limbo particular en la que la representación de las cosas sustituye a esas mismas cosas, en la que la óptica y la visión comprenden la totalidad de los objetos sobre los que ese ojo demoníaco se posa con frecuencia inusitada.

Este hijo violento ha arrebatado a la carne el dominio de los acontecimientos, con la promesa de componerlos más tarde en el seno propio de las más altas cimas espirituales, con el sacrificio de la inmersión absoluta y sin condiciones en la vida, siempre asegurando para nosotros el destello puro de la trascendencia y la plenitud. En nombre de Dios se levantó un día el pensamiento, en nombre de la superación de Dios pensamos un pensamiento aún más alto, por tanto, un fuego más divino que lo propiamente divino, y el juicio ilustrado confió en su frágil estructura para llevar a cabo una odisea de la que aún no hemos salido. Hemos destruido, en efecto, a Dios, pero no hemos sido capaces de sustituir el fantasma de oquedad que su infinita presencia había provocado; hemos confiado en la fuerza propia de un juicio quebradizo e inestable, que se alimenta en efecto de una experiencia vital no menos frágil e inestable.

El pensamiento es inferior a la vida sólo porque cree poder superar las fragilidades que ésta conlleva, pero la esencia de la vida es la misma esencia del pensamiento. Sus rostros y máscaras sólo se diferencian en la luz que cae sobre ellas, en una especie de rotación en la que la máscara de una nunca coincide totalmente con la otra, pero en la que se intercambian rutinariamente sus papeles, al igual que el sueño y la vigilia, el bien y el mal, la noche y el día. La morbosidad del pensamiento es la morbosidad propia de la vida cuando ésta deja de aparecer como vida. El sustrato es el mismo: el dolor, la experiencia universal del dolor de la que no escapa el pensamiento ni la vivencia; el dolor que surge naturalmente de la decisión, ya en la forma falseada del juicio que busca la verdad o de la propia experiencia de la verdad, que acarrea males al hombre al tiempo que eleva su alma. La distancia infinita entre la vida y el pensamiento se fragua en la tensión contradictoria que los emparenta al tiempo que genera el odio entre ellos mismos. En esa tensión es donde verdaderamente se realiza el hombre.

domingo, septiembre 09, 2007

Maldición del Génesis

Aquello que se vincula a lo eterno y que trasciende los estados de cosas del mundo es al mismo tiempo lo puro individual, lo concerniente al sujeto mismo. Sólo existen dos opciones en este sentido: o bien hay un sentido supraeterno y global que desde el exterior informara del valor de nuestra vida y del mundo en el que existimos, o bien no existe tal valor (Wittgenstein) y entonces el juicio del valor nacería desde nuestra propia subjetividad y quizás, moriría en ella, con lo que en cierto sentido perdería su propia legitimidad.

El caso sin embargo es el siguiente: no existe sin duda tal suprasentido, y lo objetivo como pura neutralidad de acontecimientos en el mundo es la máxima expresión de lo objetivo en cuanto tal; ahora bien, el sentido de lo objetivo no señala otro mundo distinto a aquel que se agota en su propia facticidad. El mundo del sin-sentido entendido como negación total del mundo de los hechos, el mundo de la fantasmagoría escatológica de los relatos causales e ideológicos, en los que el valor no es sólo un fantasma sino una realidad superior, no sólo es invisible y refractario a la realidad por principio, sino que es más importante y más valioso que la realidad como tal en su existencia irrefutable.

El problema por tanto reside en esta dificultad para conciliar propiedades tan opuestas dentro de la misma existencia de lo ideal. Lo ideal es por un lado lo único que da coherencia al todo de los estados de cosas, al tiempo que aquello que por su textura ontológica tiende casi a la evaporación. Lo ideal cobra su existencia empírica en la corporalidad singular del sujeto; el nudo corredizo de lo ideal termina en lo más puro singular y contingente, pues toda contingencia venida a la existencia realiza lo ideal y tiene un vínculo con eso ideal. Esta unión es de por sí paradójica e inextricable, pero al mismo tiempo necesaria. La ciencia como tal no puede nunca forjar una ética; lo ético que es superior en el sentido de que ello proporciona el criterio y el valor de un hecho, es sin embargo inferior en cuanto a su propia existencia como hecho, como dato más allá de las percepciones subjetivas o del criterio individual. Pues el valor máximo de la vida en realidad no depende de un criterio exterior y legible para todas las conciencias. Esa es la diferencia entre nuestro sufrimiento y el sufrimiento de los demás, entre el sentido de nuestros actos y el sentido de los actos de los otros, entre la perspectiva y el sentido de nuestra muerte y el del resto de los hombres.

Y a pesar de ello, el mero dato palidece frente a la experiencia de la primera persona. El dato exterior disminuye en su propia superioridad y precisamente a causa de ella. Es como si lo esencial en el hombre fuera virtualmente irracional, como si el sentido se cosechara sembrando un profundo sinsentido. Ese sentido, ese criterio de aquel que en primer lugar ha desmontado los primeros pliegues de las cadenas causales que otorgan y constituyen una legitimidad imperturbable se va desprendiendo de su corteza a medida que la reflexión ahoga su propia realidad. El pensamiento que cava más hacia el fondo descubre que incluso el sentido de su propia vida se encuentra en un jaque perpetuo, que las relaciones significativas más profundas yacen colgadas como frutos a punto de caer de un árbol que se pudre, que en definitiva él se halla sólo o que su conciencia misma no tiene como tal un límite desconocido (Dios), y que una vez recorrido el camino no queda ya autoridad posible en la que descansar el peso insoportable de un sentido que supere la mera individualidad del sujeto solitario.

Lo que descubre este sujeto es lo siguiente: que la relación más significativa de su propia existencia ha de partir del propio órgano que buscaba tal relación; que la independencia moral del sujeto supone al mismo tiempo el desgarro y el ostracismo en la soledad ontológica más terrible que se pueda imaginar; que su absoluta singularidad es al tiempo una arbitrariedad opaca al mundo en el que vive. Sólo la violencia y el poder instauran un sentido temporalmente valioso, sólo lo público hace quizás recordar una batalla que de antemano está perdida. Si el sujeto renuncia a la creación de su propio sentido, no quedará de él sino la objetividad helada de los hechos del mundo. Lo objetivo es real y superior porque está continuamente observado por esa frágil conciencia finita de lo humano; pero lo que como tal es objetivo pasa a disposición del silencio, de la muerte, de lo que en su suprema actualidad se funde en la pasividad absoluta de lo inmóvil y de lo inexistente propiamente dicho.

Por tanto, la forma superior de la objetividad es la muerte; lo propiamente vivo tiene como esencia la fragilidad de su auténtico caminar; lo que está en manos de la muerte pero que aún no ha muerto es en concreto ese ser a medio camino entre la objetividad pasmosa de la muerte objetiva y el hachazo final de la nihilización. Quizás entonces el sentido no pueda ser tampoco para el hombre ni esa idealidad exterior ni tampoco un mero decisionismo subjetivo; nuevamente el destino del hombre se fragua en la mediación irresoluble, en el tránsito de un lugar inhóspito a un lugar aún más inhóspito.


En ese camino frágil el hombre ha de ser de continuo consciente de su necesidad intrínseca de sentido que trascienda la mera decisión y la tortuosa textura de su propia espiritualidad. En esa mediación tiene lugar propiamente el pensamiento, y en consecuencia, la dialéctica infinita de su devenir dentro de los límites propios de su existencia exterior. El precio de la inteligencia es despertar a esa ruta de dolor y trabajo infinitos, el trabajo del Génesis, que es la misma esencia paradójica e irracional del pensamiento. La irracionalidad esencial de todo pensamiento estriba por tanto en que su última determinación no coincide con su finalidad ideal. Pues el final del pensamiento es precisamente la experiencia residual de su errático camino.

viernes, septiembre 07, 2007

La torre del vigía

La filosofía es el dominio de la búsqueda y por la misma razón el de la pérdida, el método cuya esencia es la búsqueda continua y en esa medida su propia perdición. Sin embargo, ello no supone que la mera pérdida del camino, o realizar aquel camino que en sí mismo lleva a la perdición, sea una pérdida real. La pérdida real hay que buscarla aún más atrás si cabe, en el dominio de la vivencia de la existencia, donde no se ha sustraído camino alguno que recorrer, donde no hay camino porque no existe escisión que lo haga necesario.

El camino supone en sí mismo ya una selección de la totalidad. La abstracción de esa totalidad se llama óptica o reflexión y supone una actitud y una posición en cierta manera privilegiada con respecto de la totalidad englobante. Pues la óptica puede no ser adecuada, pero, al igual que los puestos de vigía, es difícilmente accesible para el otro ajeno, para el que de inmediato desea hacer diana en el corazón del vigilante, y en esa medida toda actitud que esencia abstrayendo la totalidad de la vivencia es segura: segura como pura formalidad, como lugar de recreo silencioso para el alma que navega.

Este lugar de recreo puede ser lo más errático del mundo para aquel que también está posicionado entre todas las cosas que forman el mundo y que nos rodean de manera directamente agresiva; pero no para aquel que ni siquiera se ha esenciado en una posición espacial en ese mundo de manera que éste aparezca como objeto pensable. La cuestión del mundo se reduce a la cuestión de una esencialización arbitraria del mismo que sea lo suficientemente pensable como para que nuestra razón nos procure un ánimo lícito para sobrevivir. Pero tal arbitrariedad es sumamente cara. Por eso todo camino errático es mucho más acertado que el que ni siquiera tiene un camino.

No tener un camino es en realidad vivir inmerso en las cosas que de otro modo serían objetos para el pensamiento, convirtiéndose en sujetos vivos, influyentes, de manera que el mundo da la impresión de aparecernos como un todo animado en m0vimiento y activo que sólo es pensable en esa medida, lo que quiere decir, en fin, no pensable. Ese mundo como tal no se piensa, y ello supone una agresión al yo que trata de evadirse de él para encontrarse con él más tarde en la forma menos lasciva e inmoral del pensamiento.

Pero quien ya tiene su propia torre, desde donde mira apacible la noria lowriana del mundo danzando con sus fuegos en este lado y en el otro, sin ritmo ni sentido, pero lejana de su angustia, no tiene un lugar más o menos cercano a la verdad como tal. No está más cerca ni más lejos que los elementos que lo componen. El hombre religioso que basa su vida en la doctrina escatológica de su ideología, no está más cerca ni más lejos de la verdad que el filósofo ácrata e irreverente que denuncia toda manera de religiosidad. Ambos trabajan desde sus puestos y por tanto hacen funcionar la misma maquinaria, y en ese juego de relaciones e intercambios de esa noria insufrible que es el pensamiento en su masticación prolongada de la vida, se dan los fenómenos de la verdad y de la falsedad.

El caminante errático ya conoce lo que quiere encontrar: esa es la verdad de toda formación intelectual posterior al momento irreducible de la existencia en carne viva. Su yerro lo puede salvar o condenar, como la vivencia de la existencia puede salvar o condenar al que se sumerge en ella; pero el que con una voluntad injustificada reclama todo para sí, no está más cerca de la verdad del perturbado; ambos conocen los elementos donde ya siempre se están moviendo. La búsqueda es irresoluble porque su final incesantemente caminado ya siempre ha superado el movimiento propio del inicio fundamental, que es lo que realmente activa y da sentido a la finalidad de su existencia.

jueves, agosto 30, 2007

Esencia del poema

La esencia del poema no es sino la profunda verdad que sólo emerge bajo circunstancias especiales, y, por el mismo motivo, ella misma es especial. Especial quiere decir: la verdad del poema no es directamente accesible a nuestro entendimiento, no se apresa sólo con la fría razón, sino que el entendimiento la comprende de un modo por así decir, lateral, a entremedias, o como quería Mallarmé, de forma oracular y ambigua.

Pero en realidad no hay ambigüedad, sino dirección con un sentido verdadero propio. Es verdad que este conocimiento no es un saber positivo, algo así como una realidad describible o comprensible, sino que más bien nos informa sobre la relación en todo caso última del hombre con el mundo que él habita. Esta es la verdad: aquello que emerge cuando en la tensión máxima de esa relación entre el hombre y el mundo ilumina el sentido que prevalece como la expresión definitiva de la experiencia de la vida.

Allí donde todo se resuelve en una impresión definitiva, donde el instante resume la vida entera, el sentido comprimido de la disparidad de la existencia, allí donde una figura o una imagen es capaz de esencializar lo inesenciable por principio, es donde se da la verdad estética, una verdad donde el hombre recupera su relación imposible con el mundo.

No hay ambigüedad aquí ni contradicción: la iluminación es como la conciencia, es más una percepción que una convicción, una experiencia que en sí misma condensa todo aquello que podríamos adscribir al concepto más básico de verdad. Todo hombre espera ese instante de su vida en el que, antes de la muerte, pueda ilustrar qué ha significado esa relación en la que ha estado involucrado con su cuerpo y alma a lo largo de su existencia. Todo hombre desea esa iluminación que no conoce fórmulas filosóficas consoladoras ni tesis definitivas sobre la naturaleza de las cosas, pero que conoce en un sentido más profundo, pues conoce sin más, conoce sin tener objeto que poder predicar, pues ese conocimiento es conocimiento de sí mismo.

De la misma forma el poema trata de capturar el instante. Lo que declara el poema es que el sentido del mundo no es algo eterno e indestructible, sino que el mundo muere constantemente y que lo esencial mismo muere perpetuamente encontrando su propio sentido en la relación con la conciencia de esa aniquilación. El poema demuestra de algún modo la relación eterna del hombre con el mundo, y la relación finita de cada hombre con su mundo. Y lo demuestra en su última expresión, en su definición absoluta, en la forma superior de la estética que es en este sentido superior al propio concepto y al juicio racional.

No sólo los santos y los místicos han de comulgar con lo absoluto incondicional. Todo hombre se realiza en ese instante y todo hombre ha de tocar los lindes casi intangibles que lo embarcan en esa relación difícil con la vida, en la que prima el desconocimiento de su significación. Pero es que su significación última, al carecer de todo tipo de epistemología posible, es precisamente el resultado de la relación entre el hombre y el mundo. Lo que brota de esta relación es el contenido del poema, es el éxtasis del instante, y en su brevedad que roza lo infinitesimal se anuda el sentido supremo de la vida humana.

domingo, agosto 26, 2007

Ambigüedad viva

El principio más básico de la filosofía, el tertio excluso, es al mismo tiempo el más inservible de todos los principios. La idea de que un término no puede ser al mismo tiempo él y su opuesto es sólo una distinción abstracta que nada tiene que ver con la existencia. Pues a fin de cuentas la lógica puede prescindir de la existencia, de la mera contingencia. Así como Dios es invariable en sus formas, esencia única y mano productora de la creación, de la misma manera la lógica se alza como la reguladora de la existencia aún cuando en esa regulación ella queda por encima de la vida, al margen de ella e incluso independiente de su esencia. En otras palabras, la lógica es independiente de lo que existe.

Pero no hay forma ontológica que sea independiente de lo que existe. Todo existir depende de la existencia, toda realización conceptual se forma en ella y sólo en ella subsiste. Lo que niega la actualidad, si acaso llega a ser, en todo caso es gracias a este substrato vital. Lo abstracto no es necesariamente inexistente, pero en absoluto es completamente independiente de la existencia de la que bebe su esencia. Hace tiempo que por fortuna estamos curados de esta ingenuidad del logicismo, porque al prestar atención a los fenómenos de la vida nos damos cuenta de la raíz fundamental del todo, que es el instante decisivo, la actualidad en desarrollo.

El principio ontológico fundamental de lo que existe puede llamarse ambigüedad viva, en cuanto que en su realización los caracteres vitales más genuinos llevan en sí no una contradicción, sino una fuerza ambigua de caracteres que sin embargo aspiran a una unidad, o conservan un lugar común de efectos. La conciencia se reconoce, por ejemplo, como el lugar en el que una misma esencia despliega accidentes distintos, una misma unidad halla cierta otredad o reflejo de otredad en sí misma. Lo que existe de este modo no es una paradoja, sino una realización vital en la que conviven ambas discusiones, ambos principios, ambas distribuciones de fuerzas. La ambigüedad no es lógica o contradictoria, sino existente, viva.

Lo que la filosofía vitalista llama así existencia, no es en cualquier caso una forma de resaltar que lo real entendido en sentido platónico no existe. Al contrario, lo real es en todo caso la vida, en todo momento la vida, y ésta es por excelencia lo contingente; toda la vida y en concreto el espíritu del hombre parten desde la nada, desde el instante decisorio en el que el fundamento siempre es el proyecto, y a este vértigo de la conciencia de actualidad eterna de las cosas lo llamamos libertad. Lo que existe, la creación, es la referencia eterna, el resquicio de realidad último, que nace desde la nada y hacia la nada. Dios crea la criatura y se retira, haciéndola desde la nada, en el instante supremo decisor. No podríamos imaginar que Dios hubiera pensado en mundos anteriormente diseñados, modelos desde los que trabajar. Antes de Dios no existe propiamente nada, y ni siquiera Dios se puede decir que exista en ese sentido, ya que la existencia en cuanto tal comienza con el instante creador, y no antes ni después. Pero la existencia del todo en cuanto realidad viva demuestra en su corteza, en su propia superficie, la coexistencia de lo mismo antitético en formas de unidad bien distribuidas. Es, por decirlo así, la geografía de la existencia, el modo en el que ésta quiere mostrarse.

Alejados de ese todo-real-vivo que forma la contingencia en su actualidad o presente eterno, se nos ha vedado por principio su acceso directo. Sólo mediante categorías y sistemas cerrados de significado podríamos construir un mundo comprensible. Saber, o intuir, que ese todo es una ambigüedad viva, de la que emergen más tarde sus padres y sus fundamentos, no significa sin embargo abandonar el pensamiento por pura desesperación. En todo caso, eso debe ser una decisión posterior, que habría que sopesar. Pues lo más coherente quizás fuera la desesperación, pero no quizás lo más sabio. En todo caso, lo que se trata de resaltar es que es falso e ingenuo cerrar los ojos a este obstáculo del que aún no sabemos nada, sino tan sólo una cosa, quizás aún más fundamental, a saber: su existencia.

jueves, agosto 23, 2007

Demolición de la episteme

Desde el punto de vista en otro lugar señalado, que comprende la conciencia como algo distinto del órgano de conocimiento, pues el conocimiento mismo sería la elaboración sistemática o la reunión de relaciones que expresarían el comparecimiento de la conciencia ante el ser puro, la Otredad misma sería impenetrable aún en la actitud de la presencia que deja ser a lo Otro en cuanto que Otro.

Pues en la modalidad de la conciencia que aquí se expresa delante de lo Otro mismo sólo puede existir comparecencia, en cualquier caso, nunca una comprensión, que siempre es aquello que se elabora con posterioridad. Pero es más, es que el mundo mismo y el Yo mismo son refractarios por principio a esa reunión de relaciones posterior que significa el conocimiento. En la medida en que el Otro se presencia ante mí y esta presencia no se puede calificar de conocimiento, también yo mismo soy refractario a mí mismo, pues en ambos casos la actitud de escucha requiere la suspensión del conocimiento.

Pero es en el caso de la Otredad donde se precisa como condición del conocimiento el dejar presenciarse puro a la cosa en sí misma, a diferencia de lo que sucede en el Yo, que requiere para conocerlo una actitud reflexiva, sin entrar a precisar aquí el contenido, problemático y negativo, de ese conocimiento. Si el conocimiento como tal es secundario, artificial, y se encamina negativamente hacia una doxa eterna, que sería el punto más elevado de su edificio, y la pura comparecencia no nos daría sino una vivencia de la cosa, podemos imaginar entonces qué somos capaces de concebir cuando se trata de lo Otro en general. Probablemente, lo siguiente: nada en absoluto. El mundo se quiebra dentro de sí mismo, se repliega no en la lejanía, sino aquí, en el espacio y el tiempo. Ese es el motivo por el que la conciencia, que ve todo sin hacer discriminaciones, cree poder apresar el entramado del mundo en una reunión lógica de relaciones. Porque cree, ingenuamente, que al observar la apariencia general del todo, puede circunscribir ese todo en un sistema lógico en el que quepa decir que la cosa misma se conoce como tal.

Lo que en realidad sucede no es por tanto que habría que concebir una forma distinta o una clase distinta de conocimiento, como por ejemplo pretendería Heidegger, en la que la escucha sustituyera a la visión. No, el problema es que no es posible conocer nada en general, ni en el modo de la comparecencia ni en el modo de la visión. En el modo de la comparecencia, porque la desnudez y la luz misma del mundo se imponen tiránicamente sobre el sujeto que padece ese mundo, eliminando cualquier posibilidad de control lógico sobre el mismo; en el modo de la visión, porque en su ruptura con la comparecencia inaugura un nuevo mundo, esta vez un mundo metaempírico, si por empiría entendemos la desnudez del darse del mundo a un sujeto percipiente.

Ya es claro a dónde nos lleva todo esto. La imposibilidad del conocimiento no puede generar una filosofía al modo clásico; toda filosofía habla de los proyectos en los que hay que trabajar, en el velo que hay que correr, en el trayecto por el que hay que caminar. En esta filosofía no hay ni trayecto ni modo, sino más bien conciencia de imposibilidad que trabaja en la dirección de almacenar todas las pruebas posibles que verifiquen la imposibilidad de la filosofía. Trabajo negativo y sin destino, esta filosofía no es una filosofía del pesimismo, sino todo lo contrario. Su finalidad es la de encajar la respuesta al modo en el que el mundo nos pregunta. Y la actitud más coherente con esta enseñanza es la de afirmar en todo caso la imposibilidad del conocimiento.

martes, agosto 21, 2007

Extracto del Filosofario

1

13 de Octubre, 23 de Agosto, 8 de Junio. U otra forma de verificar que aún se sigue en la existencia, lo cual nunca está tan claro. Una fecha, un lugar, un dato: sólo de este modo al menos aparecemos legalmente como existentes. La escritura testimonia la vida. Sin escritura, la vida se pierde en el abismo de la repetición.

2

El descubrimiento de mi Yo trascendental: el destino, mi destino, es de la absoluta indeterminación. Soy el que señala el soporte, el hueco olvidado, el murmullo indescriptible. En el silencio y en el olvido crecen mis conciencias. Conciencia del porqué-así-y-no-de-otro-modo, conciencia de mi esencia contingente: soy el que ocupa un número cualquiera en la butaca de un lugar indefinido.

3

Soporte de la escritura: nihil, nada, decisión y creación de la nada. El soporte de la escritura aparece junto con la escritura. No hay sujeto detrás. El sujeto aparece en la escritura y a partir de aquí toma el vuelo en el escenario siempre frágil de la misma.

4

El sentido de la historia: nihil, nada, el soporte de la historia aparece junto con la historia. El fenómeno crea la Idea.

5

El sentido de la existencia: nihil, nada, la existencia aparece antes que su sentido. ¿Cómo podrás encontrarle una esencia?

6

La circulación del fenómeno es la que genera el efecto de lo eterno. Lo eterno es el espacio de nuestra melancolía justificada.

7

La esperanza última del orden y el triunfo de la razón, la esperanza cuya causa ontológica es su propia absurdez.

8

La causa de la esperanza es el absurdo. Lo divino se refugia en el absurdo y su elegía es el clamor por el mundo. Y sin embargo, es de ese mundo de donde lo divino quiere precisamente huir.

9

Un mundo en silencio abre muchas bocas.

10

Primero habito como número indeterminado, como de-este-modo o de-cualquier-otro. Podría olvidarme de mí mismo y anularme. Sólo habría borrado un número inservible.

11

Una vez que ya he vivido, soy eterno. Pues he de morir, y en mi negación encuentro la eternidad agujereada por el intervalo de mi vida. Una muerte eterna nos espera tras estos minutos incomprensibles.

12

Determínate primero a ti mismo como sea y luego piensa en el contenido de ese modo de existencia. Cualquier lugar es bueno para comenzar el viaje. Todos son iguales cuando se trata de acabarlo.