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miércoles, enero 31, 2007

La decisión determinante

Los antiguos escépticos inventaron el gran término de epoché, para demostrar la abstinencia en el juicio, su renuncia a tomar partido por una forma concreta de comprender la realidad. Aunque esto a su vez fuera otra forma de considerarse frente a ella, no cabe duda de que tal forma consiste en una no-forma, y que por lo tanto los escépticos estuvieron lo más cerca posible de alcanzar el estado de suspensión del juicio que la razón humana puede lograr.

Lo que no pudieron sacudirse de sus espaldas los escépticos lo sentimos nosotros los modernos, a saber, los que de verdad tenemos un sentido histórico del tiempo que en ocasiones amenaza con derrumbarnos. Conscientes de nuestra temporalidad, ya no podemos esperar a la verdad eterna; la vida cotidiana, nuestra evolución corporal, nos exige posiciones, nos pide decidir. Tales decisiones no son de poca importancia, a no ser que consideremos la existencia como un problema ilusorio, que en realidad tiene poco valor.

Y aún cuando no lo tuviera, estamos en medio del mundo como auténticos consumidores de decisiones; sólo el asceta logra el estado total de evasión, al no inmiscuirse en los asuntos humanos. No cabe duda de que el asceta es en este caso un hombre que está más allá del mero hombre. El asceta representa el momento de máxima rebeldía: atenta contra su cuerpo, contra su alma, contra todo lo que lo pueda constituirle en amigo de sí mismo y de los hombres. Es la radicalidad del juicio por excelencia. Ha decidido que para tomar una correcta decisión, tiene que pasar primero la vida por delante, en lugar de que la vida transcurra como consecuencia de decisiones que no han sido maduradas.

El tiempo nos exige una decisión en condiciones injustas. Es más, el camino de todo pensador honesto se recorre en una espiral profunda que es segada en su recorrido por la muerte. Los puntos recorridos son sólo momentos para una ulterior exposición que siempre se ve frenada por el acontecimiento de la muerte. Los momentos como tales son sólo ejes indeterminados que jamás quedan concluidos, sujetos siempre a una apertura que es bruscamente segada por la temporalidad.

La experiencia biológica del hombre y su historia es la de un sujeto continuamente errante, que sufre quizás injustamente sus errores necesarios y que es presa del desarrollo lógico de ellos. El cuerpo biológico del hombre es la evolución de la causalidad impresa en los momentos iniciales. La epoché quiere lo imposible: detener el tiempo para enlazar el logos con la vida, la razón con la existencia, regular en definitiva el tiempo de las dos series heterogéneas y reincorporarlas a una misma velocidad.

Tal detención se ha mostrado imposible o al menos sólo posible eliminando uno de los términos de la serie: el asceta ha destruido la existencia para alcanzar la unicidad dentro de la multiplicidad, lo propio de la existencia sin sus caracteres particulares, y quizás la eternidad del tiempo que se registra en su carencia de mundo y de vida.
El problema del asceta es precisamente esto: segando la vida, la flor que se obtiene es la de una inmensa y desolada melancolía, que lo refugia en su soledad incomprensible.

Por apresar el sentido propio de aquello que rige la existencia hemos ascendido al lugar de la nada del sentido, despojados ya de la necesidad siquiera de existir.
Hasta los mismos filósofos se enfrentan con la falta del sentido bajo todas las fórmulas de la filosofía. Al final, aquello que se quiere apresar y que es el objeto propio de la filosofía, ¿no es acaso un engaño, un falso reflejo que sólo sirve de guía para poder construir la existencia que cae bajo su luz directora?
Ya Kant pensó la metafísica como meros conceptos reguladores de la razón. Quizás sea esto lo que tengamos todavía que aprender: que el conocimiento es sólo una guía que nos permite hacer el camino de la existencia por medio del cual se la quiere comprender.

Al final, lo importante no es alcanzar el objeto, la finalidad, sino construir un trayecto, sólo finalizado por la muerte. De este modo, no es el objeto del saber, sino la muerte, nuestro último objetivo.
Ella es la dama que ordena y que sella nuestra vida, y que pone fin a eso que empezamos un día mediante una decisión desordenada e inconsciente.

martes, enero 30, 2007

Herejes e inquisidores

Es una lástima que se hayan perdido los fragmentos escritos de Protágoras. Un proceso de impiedad le llevó a abandonar una Atenas contaminada por el dogmatismo de las religiones mistéricas. Su gran acusador, Platón, tampoco hizo mucho porque sus teorías llegaran a oídos de las siguientes generaciones. Al contario, podemos decir que fue su auténtico inquisidor.

Protágoras es uno de los inventores de la antilógica. La acusación tradicional de que los sofistas sólamente se ocupaban de cuestiones relacionadas con la oratoria y el arte de saber convencer, en detrimento de la verdadera areté que proporcionaría el conocimiento de la dialéctica, es sólo una artimaña sofística de Platón.


En realidad, Protágoras tenía su propia forma de concebir la ontología. Quizás fuese el primero que se dio cuenta de lo que sólo mucho más tarde los escépticos iban a poner en práctica, a saber: el axioma de que a todo razonamiento se le puede oponer uno con la misma potencia y validez. Comprendiendo esta gran verdad, para Protágoras quedaba ya sellada la posibilidad del conocer. Con resignación y valentía, proclamó la relatividad de todas nuestras percepciones y se esforzó por lo que estaba al alcance del hombre real; su insistencia en el hombre ha llevado a llamar a la sofística la Ilustración del siglo V.

La otra acusación de Platón hacia Protágoras es la de erística; pero Platón, obsesionado por su Idea monotemática, quizás nunca llegó a comprender lo que implicaba la democracia. La sofística no era cínica; comprendiendo que era imposible alcanzar un conocimiento de la ciencia en asuntos de la política, Protágoras se resignó a fabricar buenos oradores, expertos en el arte de la palabra. Con ello se abría paso a una contradicción en el seno puro de la democracia: pues la democracia lleva en sí misma la potencialidad de su propia incompatibilidad.

La erística es sólo, en definitiva, una consecuencia de la democracia. Los sofistas se dieron cuenta de que el terreno del logos era el terreno de la confrontación. Mancillar al prójimo era solo una de sus máscaras, un elemento que surgiría tarde o temprano; la diatriba, la disputa, la confrontación agresiva, marcan toda la historia del pensamiento. Sería absurdo proponer ejemplos, están por doquier. El amor a una idea es directamente proporcional al odio del que sostiene su contraria. La democracia, por tanto, como espacio de comunicación y diálogo, se revela un disparate.

Sólo alguien extremadamente cínico podría seguir afirmando que sostiene sus ideas porque está convencido de su verdad; la humildad, el carácter de realidad de una idea o una convicción, no se forma por su adecuación a un modelo de verdad, sino que cobra su valor en virtud del pathos del individuo que la defiende.
Es preciso elaborar una teoría de la pasión del argumento. La auténtica verdad, el auténtico criterio de un pensamiento debe ser el grado de implicación con el que lo defendemos. El valor reside ahora en la fuerza, en el compromiso con un argumento que sabemos de antemano elegido ideológicamente por nosotros. No hay vuelta atrás desde el momento en que hemos comprendido los subterfugios de la antilógica. Todo esto no revela poco, sino mucho: el espíritu pasional y la nobleza de un hombre, que se miden más por su esfuerzo y coherencia que por la difícil, cuando no imposible, comprobación de la verdad de lo que piensa.

En definitiva, defender un argumento en cuanto que elegido por mí, preferido por mí, demuestra que yo no estoy subyugado a una idea, sino que la idea sirve para mi propio beneficio, para mostrar la composición de mi espíritu. Quizás haya alguien que considere esta actitud cínica; es, sin embargo, un cinismo que tiene un fundamento mayor, a saber, el de que es imposible obtener una ciencia de una serie de juicios de los que no podemos escaparnos, a no ser en la forma del escepticismo callado, silencioso.

Pero no siempre se pueden callar las cosas. Hay momentos en que, independientemente de que sepamos la veracidad de una causa, hay que defenderla. Esta implicación irracional del juicio en
los asuntos de la vida muestra otra vez el carácter de la existencia y su inadecuación con la verdad. La ética del cínico no es, de este modo, un cinismo malévolo, sino el resultado de aceptar de buen grado la configuración de las cosas, en su irracionalidad, vitalidad y totalidad.

Protágoras dejó este mundo conociendo algo que inquietaría toda la vida a Platón. El ateniense que acusaba al de Ábdera por erístico era a su vez un tremendo dogmático que ejercía a su manera el arte de la acusación. Hay que perdonarle; Platón se valora más por su pasión en la búsqueda de la verdad que por su método. Su chivo expiatorio abandonaba Atenas en mitad de un pueblo vencido por la locura religiosa. Y, paradójicamente, fallecía en esa misma huida, náufrago en las aguas griegas. Sin duda, todo un castigo de los dioses.

lunes, enero 29, 2007

El inicio sagrado

En la Grecia Antigua, un extraño pensador dictó lo que más tarde se conocería como eleatismo inmaterialista: ser y pensar son una y la misma cosa. Asunto paradójico: si según Reale con Parménides comienza la ontología occidental, en el otro extremo se halla su más fervoroso oponente: el pastor del ser Martin Heidegger. Ambos tienen en común su adicción por el ser, pero también una brillante intuición, a saber, la importancia que el ser tiene para el hombre.

Nuestras intuiciones más claras tienen el ser como trasfondo del pensamiento. Es verdad que cuando asentimos desde lo más profundo, cuando comprendemos la absoluta claridad de una cosa, entendemos que esta cosa “es”; no imagino como de otro modo se podría establecer esta necesaria conexión entre ámbitos tan dispersos.

Los significados metafísicos del ser han tenido siempre varios sentidos, todos enlazados con esa claridad y percepción que otorga la seguridad y la certeza; el ser es primeramente lo que se halla antes de la existencia, el ser es lo más alto y esencial, el ser es lo anterior en dignidad, (arjé de los presocráticos), el ser como inicio, etc. Heidegger mismo nos remite constantemente a los inicios del pensar occidental como método para superar el pensamiento de la modernidad.

El inicio del ser debía tener el mismo carácter de santidad para los griegos que el inicio del mundo para los cristianos. En cualquier caso, se trata de un inicio. En el Génesis, el mundo primero es el más bello y perfecto. Sólo la avaricia del conocimiento humano es el que le lleva también al pecado, y en consecuencia, a la “caída”. Con la caída, también el mundo pierde su perfección primigenia. Por otro lado, no hay que olvidar que sólo Dios puede ser el inicio, o, dicho al revés, el inicio siempre va asociado a la idea de Dios como causa original.

En la mitología filosófica de Heidegger, los griegos representan al primer hombre, enfrentado con el fruto original, el “ser”. La voluntad de poder, el ansia de dominio, llevan a la reducción del ser al ente, al consumo del fruto original que pervierte la unidad de un mundo perfecto, y por tanto, a la condición de “arrojado”, que curiosamente implica un concepto similar al de la narración bíblica.

Desde este punto de vista, la filosofía de Heidegger aparece como un relato o una mistificación; el ser comienza a encumbrarse frente al hombre, como algo más importante que su esencia, en franca oposición a todo humanismo. Es verdad que el nihilismo estaba ya dentro del propio destino del ser; es el plan de Dios para su humanidad arrojada. Nos hemos olvidado de Dios en la misma medida en que hemos caído en un flagrante “olvido del ser”.

Más allá de cualquier interpretación posible acerca de la filosofía del venerado pensador alemán, hay que plantearse sus implicaciones; el ser aparece como lo ligado al pensamiento y como lo más importante que se puede pensar. Tenemos ya cierto conocimiento del ser, pero es que la comprensión se halla inclinada siempre de forma preferente hacia aquello en que consiste el ser.

Y sin embargo, incapaces de afrontar el devenir, incapaces de asumir la propia corporalidad y la finitud, nos deslizamos hacia otras fronteras que, invisibles, deberían darnos la correcta sustancia de nuestro pensamiento. Puras paradojas, diríamos; pero nuestro escepticismo originario ha dado paso a una taxativa convicción: en toda comprensión deberemos litigar con un elemento que se escapa, con una exhuberancia o carencia manifiesta.

Bajo estos presupuestos se estrecha un pensamiento cada vez más débil y pequeño, que vuelve siempre sobre sí, acumulándose en su ignorancia. Es el precio de todo tránsito por las aguas traicioneras del pensamiento.

viernes, enero 26, 2007

Lo otro irreducible

La filosofía postmoderna hace gala de colocar límites a todas las cosas; es un acto de prudencia y humildad que apunta a la finitud propia del hombre, también a la soberbia platónica de alcanzar el infinito conocimiento de unas ideas que tienen, a su vez, infinitas dimensiones. Hay que volver, por tanto, a la simpleza de las cosas, pero a un tipo particular de simpleza; ésa que no hace escisiones en la realidad que por definición son arbitrarias.

Todo esto, sin duda, está muy bien, pero en seguida aparece el siguiente problema: tirando del hilo de la trama cartesiana, comienzan a desaparecer todas las diferencias y sin darnos cuenta acabamos en el puro panteísmo: no es extraño, entonces, que Spinoza se haya convertido en un ídolo del pensamiento postmoderno.

El espinozista, en definitiva, se ve liberado de su substancia para reconocer en ella acaso un accidente de la substancia universal. La prudente conciencia de límites se desboca en el infinito de una superficie lisa e indeterminada, en donde hen kai pan , uno y todo son uno y lo mismo.

Me gustaría ser espinozista, y pensar que no hay límites donde ciertos horizontes, escindidos en su interior por una grieta que es condición de su unidad, acaban literalmente estrellados contra sus fronteras. De este modo podría llegar a pensar que todo es pura exterioridad, y entenderme a mí mismo en cuanto que fragmento o parte de esa exterioridad.

En efecto, debo “entenderme a mí mismo”, esto en cualquier caso. El espinozista, además de un platónico invertido, pero al fin y al cabo, platónico, es un utópico; le gustaría romper las fallas allí donde estas suponen el final de una cosa y el principio de otra; al igual que Platón, que no se preocupa de las apariencias, que desestima el devenir y todo lo que se de en su teatro, el seguidor de Spinoza subestima lo otro del devenir, a saber, el componente heterogéneo que en la lucha con el devenir conforma su unidad. Spinoza y Platón son, de este modo, las caras de un mismo problema.

Pero donde más se aprecia el exceso de esta manera de pensar es en las críticas de todo mentalismo: dispuesto a admitir que la conciencia no conforma una unidad y que tampoco es una posibilidad de un conocimiento que a su vez habría que definir mediante otro, etc, recluyéndonos en una espiral hacia el infinito, dispuesto a admitir la natural brecha instalada en toda cosa que quiera aspirar a la unidad, tampoco concederé que la conciencia pueda ser algo asimilable a una exterioridad en la cual quedáramos completamente despojados de todo nuestro ser.

En realidad, ¿Qué quiere significar toda la crítica de la representación y de la conciencia? No más que el hecho de que el hombre está constituido por factores heterogéneos que no se dejan subsumir por la pura conciencia y la razón. Concedido eso, ahora hay que ver qué hacemos con esa falsa conciencia, ese teatro cartesiano que no por casualidad ha sido el origen de la responsabilidad, del dolor, de la moral y de un último reducto al que tampoco aquí la exterioridad puede suprimir.

Tener conciencia de límites no es, por tanto, sino suponer que aún en su heterogeneidad, toda unidad tiene su propio campo y horizonte; en eso reside el problema de la falla, el problema de la escisión natural e irreducible; la unidad es algo así como una boca que se alimenta de lo puro ajeno para conformarse en sí misma, una mónada pervertida que independientemente de la sedición interna que exista en su constitución arrastra hacia su tierra toda luz que se halle cercana a sus fronteras.

Hay que tener conciencia de lo que significa la ilusión: aquí el sofista reaparece y se invierten todos los términos del problema. Así como en la crítica del platonismo el simulacro comenzaba a poseer su propia forma en la figura de la diferencia, ahora la Idea comienza a perturbar oscuramente la unidad de la inmanencia. Y es que también aquí debe la razón atemperarse y proclamar la consigna moderna de los límites y la prudencia.

jueves, enero 25, 2007

Hybris y areté

El hombre es un ser de carencias. El fracaso principal de Sócrates, como sabemos, fue su incapacidad para definir la virtud sin caer en un círculo vicioso que identificaba tautológicamente lo bueno y lo virtuoso sin poder escapar de la cárcel de sus términos.

Por otro lado, todo el trabajo de su discípulo tuvo que acudir finalmente a un pedagogo universal que fuera la ley de todas las cosas. En Platón se termina la búsqueda de la virtud por méritos propios y se recurre dramáticamente a la Ley en cuanto designada por Dios; con ello se elimina la posibilidad de alcanzar la virtud por uno mismo. La experiencia del griego en Sicilia le llevó a desconfiar de la naturaleza bondadosa del hombre. La ingenuidad helénica comenzaba a dar paso a una nueva etapa de desencantamiento que alcanzó su punto máximo en la decadencia del espíritu helenístico.

En nuestro tiempo, la experiencia de la Ilustración ha sellado definitivamente el problema. El último hálito de esperanza para el hombre acabó pudriéndose en las estercoleras del siglo XX. Hemos desesperado del hombre, como manda la tradición: ahora nos buscamos en una fragmentación que se acerca más al movimiento de nuestra vida, que nos define con mayor exactitud.

La Historia se burló con ironía de los viejos griegos conservadores. La areté griega se convirtió a partir de la primera conquista de Alejandro en una loca carrera hacia la esencia de la brutalidad; la vida de Alejandro y su sentido quedan lejos de nuestra comprensión, pues escapan a todas las descripciones. En él se condensa el sentido de la virtud griega que bebió de su maestro Aristóteles y la capacidad de utilizar esa virtud con una perversión sin límites. Ni Dionisio de Siracusa había llegado tan lejos. En Alejandro la genialidad será inseparable de la brutalidad.

“La terribilidad forma parte de la grandeza”, dice Nietzsche en uno de sus fragmentos póstumos. Y también la carencia, la debilidad. El hombre prudente no llega a algo así como una madurez que le haga emanciparse de su infancia intelectual. El sueño de Kant no era más que un sueño; la prudencia es un ideal que presupone al superhombre, cuando ni siquiera, como decía Kraus, hemos llegado a ser hombres.

La virtud no contempla que el hombre, a su vez, ha de comunicarse de algún modo con los que carecen de tal excelencia. En el mundo griego esto se hallaba solucionado por el recurso a la violencia legal o bien a la esclavitud. Los grandes idealistas y pensadores helénicos fueron grandes dictadores. El concepto de democracia actual, la demagogia aristotélica, es propia de las masas sin virtud; ahora bien, ello no supone exactamente una condena de estas masas, sino más bien una observación acerca de lo que lleva implícita la “excelencia superior”.

En efecto, nada hay más peligroso que acercarse a la divinidad. Más exactamente: nada hay tan peligroso si poseemos un espíritu democrático, ilustrado. Yo, desde luego, no lo poseo, y nada me impide observar que toda virtud superior conlleva asimismo carencias, cargas superiores. El hombre superior no tiene ley, pues él es la ley, dice Aristóteles. Sólo el cristianismo comenzará a sospechar una inmoralidad en esta forma de pensar.

Si el hombre es un ser de carencias, jamás logrará la virtud por sí mismo. Ello le lleva a necesitar del amo, a necesitar de una guía más fuerte que él. La segunda carencia se logra alcanzando precisamente la virtud: es la ausencia de límites, la soberbia del erudito, la valentía ilimitada del guerrero. La carencia se dobla otra vez y aparece de nuevo; si el hombre de la masa necesita del virtuoso, el virtuoso necesita a su vez un límite que lo emplace y lo contenga.

El hombre que ha llegado al poder es como una tormenta desatada en medio del mar. Las carencias fundamentales humanas se revelan con especial precisión en él, pues su enorme soberbia no es sino la frustración de no ser como Dios. Por eso Nietzsche dice “si existiese Dios, ¿cómo podría soportar no serlo?” La carencia del virtuoso le condena a que la excelencia superior se pierda justo en el mismo instante en que se suponía haberla logrado.

De este trágico modo, el hombre se hallará siempre fluctuando entre los peligros de la sabiduría y la ignorancia, el poder y la sumisión. Toda decisión conllevará la carencia de algún tipo, el exceso de algún término. El humillado se alaba al humillarse, el virtuoso se pervierte con el uso de su fuerza. El hombre, en definitiva, se muestra como una peonza sin control, un astro sin órbita, un espacio sin centro. Es su peculiar naturaleza y su talento, y por supuesto, su carencia fundamental.

miércoles, enero 24, 2007

La paradoja de Hume

Hay algo paradójico en todas las bondades de la ciencia y la filosofía con respecto de la experiencia. Parecen querer decirnos que ellos son realistas, que tienen en cuenta la realidad de los sentidos como algo primero y anterior a toda especulación. Hablo, claro está, tanto del empirismo tradicional como de las distintas vertientes del positivismo.

El mismo Hume no quiere decir nada acerca de la realidad; las verdades matemáticas son verdades independientemente de cómo sea el mundo, pero ya sabemos que de este mundo no podemos obtener un conocimiento cierto. Y a pesar de todo, “este mundo” sigue siendo una realidad, que se da ya por supuesta, abstrayéndola, por supuesto, como algo positivo, como objeto delante del observador.

De manera que si la verdad fuera tan evidente como afirman los empiristas, no se podría entender ni la actitud de Platón, que rechaza el devenir, como la afirmación de las verdades matemáticas, porque,¿para qué hacen falta verdades de este tipo si la realidad ya está ante nuestros ojos?
Conclusión: ni la experiencia del mundo, a pesar de su realismo, produce un conocimiento, (conclusión paradójica, pues de él se procede y se parte), ni mucho menos la realidad de algo que fuera más real que la experiencia: lo trascendental. En ambos casos la misma realidad queda en suspenso, lejos de poder ser confirmada.

Toda filosofía parte de la realidad para buscar la realidad. En efecto, se halla lo que ya está incluido en el propio juicio. Busco las esencias, luego postulo las esencias. Busco la realidad de la experiencia, luego postulo la experiencia. No puedo hablar del mundo, pero lo postulo como la “realidad”. Descartes piensa luego existe, sin pensar que la existencia no es una conclusión de su pensar, sino la condición de posibilidad del mismo.

De cualquier modo, el resultado sigue siendo paradójico; aquello de lo que no se tiene certeza se postula ya como realidad, de manera que sea posible levantar el edificio de un discurso. Por otro lado, esto es imposible: parece que hemos de colocar a algo, lo que sea, el cartel de “realidad”, independientemente de qué sea esto.
Por consiguiente, los hombres tenemos un gran problema con la realidad; pero hay que hacer notar que esto es la característica propia de los esquizofrénicos; ellos se distinguen por no saber diferenciar lo real de lo irreal. La pregunta es, ¿sabe la filosofía, y, en general, nosotros mismos, lo que es real y lo que es irreal?

La dependencia de lo real de un sujeto que responda a su llamada se convierte en imperativa desde que nosotros estamos constituidos por esa pregunta. Ahora bien, la pregunta es sólo una parte de la constitución. Lo que se pide a la constitución de la realidad es un acto de voluntad por parte del hombre. Por eso la experiencia no nos llama diciéndonos “yo soy la realidad”, ni tampoco el mundo trascendente se incordia por el mismo motivo.

En el fondo, si existiese un saber de la realidad, todavía tendríamos que seguir planteándonos la diferencia entre ese saber y la realidad misma. Afirmar, como Hume, que no tenemos un saber acerca de la realidad presupone conocer de antemano cual es la realidad. Pero ese es precisamente el problema de la filosofía y no su presupuesto.
Aunque quizás el espíritu de la esquizofrenia no sea propiedad exclusiva de unos pocos, sino la esencia de toda actividad humana y pensante.

martes, enero 23, 2007

Para una precaria teoría de la sexualidad

En la doctrina del esquematismo de Kant, el filósofo de Königsberg trata de encontrar el principio que unificaría las formas de la sensibilidad y las formas del entendimiento, y cree hallarlo en el tiempo; el tiempo sería el eslabón perdido que permitiría comprender cómo es posible la síntesis entre el mundo sensible y el mundo inteligible.

Sin embargo, yo veo en la sexualidad un candidato a la síntesis mucho más aventajado que el tiempo. Algunos dicen que Freud nunca llegó a entender en qué residía la sexualidad; pero bien mirado, el sexo es el punto de encuentro entre la sensibilidad, aportada por la carne en cuanto materia, y el pensamiento, en cuanto suposición por parte del sujeto de la intencionalidad del individuo deseado.

En toda la experiencia satisfactoria de la sexualidad, y sobretodo en la perversión, el mecanismo reside siempre en la facultad de suponer las intenciones del amante; en función de tales intenciones, acciones y pasiones, será posible o no el placer. En la perversión, la intención cobra un aspecto de mayor importancia. Se puede decir que en este caso, el componente inteligible es aún mayor que el sensible.

El otro elemento que constituye la sexualidad como punto de atracción es la carne, como materia. Lo que anima el cuerpo es en este caso la forma o la voluntad, la intención que, por decirlo así, se adueña de él. Así es como Tales creyó que todo objeto físico se movía por una especie de alma inscrito en él. (hilemorfismo).
Por sí solo, el cuerpo es carne insustancial, materia inerte, nada. Es por eso por lo que el aspecto propio de la sexualidad no puede residir en una natural atracción sin más del cuerpo, sino que ésta se halla mediada por el carácter de la intención humana.

Mediante esta reflexión se puede comprender la sexualidad como el centro de la convergencia entre ámbitos absolutamente irreconciliables. La sexualidad es un punto de convergencia en el que esos ámbitos quedan diluidos, y por eso ella misma es incomprensible. Lo paradójico en la sexualidad es esa mezcla entre lo intencional y lo puramente sensible.
Pareciera que se rompe lo sagrado con la sexualidad desde el momento en que se mezcla lo inteligible con lo puramente carnal. Como si la contaminación de lo inteligible en lo carnal, como si su apropiación perversa fuera ya un motivo de excitación, una excitación naturalmente de carácter perverso.

La perversión sólo surge como contacto de lo sagrado con el pecado, de lo inteligible con lo sensible, de lo eterno con lo corruptible. No hay perversión en los animales, pues no existe en ellos la heterogeneidad entre tales elementos. Sin sacramento no hay perversión. Los animales practican un sexo “natural” porque no existe en ellos la condición de la mezcla que provoque un deseo de trasgresión, que sería el móvil o causa propia de la excitación sexual humana.

Una vez expuesta semejante hipótesis con total conciencia de estar navegando en aguas incontroladas, y además con la despreocupación propia del cínico, cabe volver a mirar los ojos acerca de esa enigmaticidad que constituye nuestra propia sexualidad, a modo de posible y precaria conclusión.

Si el origen de la filosofía es el asombro, no cabe duda que la sexualidad tiene que tener un punto de capital importancia en esta disciplina. Y quizás sea porque ella misma es el punto de rotación en el que confluyen los elementos heterogéneos que caracterizan toda la filosofía tradicional. El pensamiento pone en el cuerpo un principio ajeno. Es la perversión natural de la sexualidad.

lunes, enero 22, 2007

La cosa


No sabemos bien cómo nos introdujimos un día en el intrincado y paradójico problema de la filosofía. Pero sabemos que ella tenía la frustrada intención de aclarar aquello que nos rodeaba y de lo que no éramos conscientes; pronto vimos que eso que nos rodeaba no era de ninguna forma fácil de entender, y al final, llegamos incluso a desesperar de ello.

La filosofía de pronto se dio cuenta de que su objetivo era “la cosa”; y lo que parecía inmediatamente obvio, se trastornó a sí mismo: resultó que la cosa era capaz de mutar y de desplazarse infinitamente hacia lugares no ocupados por el entendimiento, y la persecución se posponía indefinidamente, unas veces en lo sensible, otras veces en lo general, unas veces aquí, otras allá, pero siempre como “la cosa”, como algo que de algún modo tenía que tener cierta unidad.

Así es como nació la historia de un error perpetuado en la noche más oscura de los tiempos; primero la Idea mostró su vacuidad e inmovilidad, o, mejor dicho, su incapacidad para apresar el volumen de la cosa; en el siglo XIV asistimos ya a su ahorcamiento progresivo, y la cosa aparece como lo más natural del mundo; estaba delante nuestra, pero habíamos utilizado un telescopio demasiado complicado y torpe, cegados por la vanidad humana de alcanzar el infinito.

Y sin embargo también el sentido común perdió su validez; han pasado demasiadas cosas desde entonces como para seguir manteniéndolo. Nuestro siglo ha puesto boca abajo ese maravilloso sentido común en la política, la ciencia y la filosofía, e incluso en la vida cotidiana.

En efecto, lo que sabemos de la cosa es lo siguiente: ni está delante de nuestras narices, ni se oculta en el trasmundo. Sería fácil hablar del inmanentismo como la solución final de la cosa, pero hay un problema en ello: la cosa no tiene la forma del objeto inmediatamente percibido. Hay una filosofía un poco ridícula que trata de demostrar que las cosas se reducen a hechos, a estados de cosas, etc; sin embargo, ¿quién se pone a pensar, en su experiencia de la vida diaria, en la silla en cuanto que silla o en la mesa en cuanto que mesa?

Paradójicamente, lo simple y objetivo es ya una abstracción; lo que los analíticos tratan, al descomponer la realidad en proposiciones lógicas, no es un acercamiento a la realidad que acaso no viéramos, sino una pura abstracción. Pues lo concreto también se puede dar bajo su forma.

Con la cosa tenemos, pues, el siguiente problema: su cuestión toma la forma de pregunta bajo la que estamos implicados como un a priori: no se puede huir de ella ni bajo las formas del trasmundo, ni bajo la idea de la atomización de los hechos que la componen: la cosa no son sus elementos, ni siquiera su valor, pues ella siempre está, de algún modo, huyendo de sí misma.

Por otro lado, sabemos algo positivo de la cosa: que de cualquier manera, toda reflexión torna sobre ella, todo movimiento necesita de ella, y que, como condición de la existencia más simple es inamovible desde su interrogante. El hombre no puede alcanzarla porque se encuentra inmerso en ella; y ella misma se burla de nosotros cada vez que, de forma “inteligente”, tratamos de apresarla.

Pero que conste que la cosa misma tiene una independencia al margen de todo interés humano por ella: a la cosa le importa bien poco los esfuerzos del hombre por entenderla.
Y sin embargo condición de cualquier existencia es su presentación, en todo hombre y en todo lugar, bajo el interrogante de su vida y de la vida ajena a ella y en la que está inscrito. Y esto en el funcionario, el campesino, el filósofo, el artista, el físico o el astronauta.

viernes, enero 19, 2007

El pensamiento cadáver

El problema del dualismo metafísico se puede reducir a lo siguiente: si afirmo que la substancia sólo se puede conocer en el entendimiento mediante la abstracción pero al mismo tiempo afirmo que esta diferenciación sólo existe en el entendimiento mismo, (Aristóteles), dado que el conocimiento que se adquiere mediante la abstracción se reduce a esa diferenciación, podré concluir que el conocimiento de la substancia misma sólo existe en mi entendimiento, y, en definitiva, que la substancia misma existe sólo en él.

Pero entonces el entendimiento deja de ser el modo de conocer la cosa para devenir en el lugar en que se da otra cosa separada a su vez de la cosa misma; pues si el entendimiento quiere conocer la cosa, a fin de cuentas no podrá renunciar a ella en su mismidad; y he aquí reproducido el problema general del dualismo y de la relación entre ser y pensamiento.

El problema por tanto, es qué significa conocer una cosa; pues si el conocimiento de la cosa es otra cosa que la cosa misma, entonces deja de tener sentido la intención de conocer la cosa; pues conocer la cosa no puede separarse de la cosa en cuanto que cosa; con todo este trabalenguas nos hemos metido de profundidad en la tensión que caracteriza todo el pensar tradicional.

En efecto, si la esencia está separada de la cosa misma, el problema ya no es tanto justificar la particularidad o la universalidad, sino el estatuto de la cosa que se aprehende. Y si, para más inri, esa cosa sólo existe en el entendimiento, entonces no hemos aprendido nada, y el ejercicio de la filosofía es sólo regional; pero si es regional, en cuanto que sólo se da en una sección de la realidad, a saber, en nuestro entendimiento, ¿cómo entonces puede ser algo así como una esencia? Pues la substancia por excelencia, a saber, Dios mismo, no tiene lugar; y sería algo absurdo pretender que el ser de las cosas tuviera un lugar más restringido que las cosas mismas.

Esa es la necesidad originaria de romper con este esquema; o bien decidimos que la realidad en cuanto que realidad sólo es de un uso exclusivamente humano (idealismo), o bien tendremos que negar la capacidad del entendimiento para conocer cualquier cosa. La brecha se muestra insuperable, en cualquier caso. Conocer la esencia de algo es en definitiva despojar a ese algo de su especificidad; conocer además tendría que ser algo que estuviera más allá del entendimiento, que se sintiera, se padeciera, etc, es decir, que no se redujera a un lugar físico donde sucediese.

Por eso conocer, entendido en su más amplia expresión, no puede ser un ejercicio de comprensión; no se puede captar solo con el entendimiento; se tiene que captar con todo y en todo; no es un ejercicio de interiorización tanto como de exteriorización; la plenitud que confirma la validez del conocer se acerca de este modo a la mística, es cierto. La misma abstracción aristotélica nos indica ya su deficiencia; lo que se supone que es una captación de la esencia, ¿no es más bien un despojamiento de la esencia, una reducción de la cosa a constantes apresables?

La filosofía ha cargado con el muerto de esta separación durante mucho tiempo. El nuevo pensamiento se encuentra con este fallecimiento de la tradición, de forma que resulta muy difícil evitar el cadáver mirando hacia otro lado. La lógica tradicional nos instaló en unas vías tan perfectas como vacías e insustanciales, ya alejadas de la fragilidad inconsistente de la existencia. Hay que volver al fondo, al caos primigenio de donde una vez nos evadimos, renunciando a nuestra auténtica identidad por medio de un reflejo ideal en el espejo.

Empaparnos de la vida es entonces la única solución que no la pervierte, al simularla y al serla. Seguir desde ella sus movimientos significa emularla y no abstraer de ella su esqueleto; rehuir la forma para penetrar su contenido, que es quizás la manera en que más cerca podamos estar de su propia esencia.

jueves, enero 18, 2007

Teleología irracional


Toda la filosofía de la sospecha se ve obligada, en último lugar, a admitir una carencia fundamental. El problema es que esta carencia no se puede asumir cínicamente, porque implica aquello que se quiere destruir.

Cuando Nietzsche reniega de la teleología de la naturaleza y eleva sobre la razón la voluntad de poder, se revelan dos carencias; por una parte, un acercamiento a la doctrina darvinista y trasimáquea de la supervivencia del más fuerte; la finalidad es entonces vivir, con lo cual el caos que asumía la existencia humana se convierte en un fondo regulado por una intención o finalidad profunda; por otro lado, si se liquida también tal intencionalidad de supervivencia, y se absorbe todo en la pura fuerza de la voluntad irracional, queda por explicar el sentido de la razón, y más que su sentido, su insistencia.

En cierta forma, toda voluntad remite a una pregunta ulterior que nos enfrenta contra el absurdo en su forma más desesperada: ¿Por qué quiere la voluntad mantenerse a toda costa? Y en términos generales, ¿por qué queremos vivir? Las dos respuestas posibles a esta pregunta se remiten a una perspectiva naturalista o a una reacción del carácter de las paradojas wittgensteinianas: o bien vivimos porque existe un propósito en nuestra sangre, o bien la pregunta misma no tiene sentido.

Y, pasando por tanto de Nietzsche a Wittgenstein, podríamos insistir: ¿Y por qué preguntas que consideramos fundamentales no tienen sentido? Si bien se puede desechar tal pregunta por reiterativa y obsesiva, nuestro ingeniero austríaco no escapa a tener que verse en la obligación de afirmar un peso ajeno, una carencia o dificultad natural, inscrita en la naturaleza, que en la forma del entendimiento adquiere la figura de una pregunta.

No existen preguntas en ese lodo informe sino grietas y discontinuidades; la pregunta es la forma materializada por el intelecto humano y cobijada en el hogar de la inteligencia; pero este hogar adolece de graves malestares; toda la filosofía antifilosófica, es decir, toda la tradición que se enerva contra la tradición, es desde luego una oportunidad para atacar el centro del problema de una forma novedosa, pero, si bien podemos plantearles interrogantes que podrían ser negados o explicados de alguna manera por ellos, hay algo que tienen que aceptar sin duda: el exceso o el defecto, el desequilibrio en la estructura del ser, que, quizás, tenga que ver con ese desequilibrio estructural del que ya hablaran Deleuze o Lacan.

En Marx, se explica la sociedad, la alienación, el sujeto, la historia, etc, a costa de no poder comprender la insistencia de lo que él llama superestructura, y que es mucho más fuerte que lo que él supone, de ahí la crítica justa a su exacerbado materialismo.
En Freud la cosa está ya más clara: el inconsciente es inigualable ontológicamente a la consciencia; no hay más que hablar: consciente e inconsciente significan el pistoletazo de salida de un desequilibrio natural que necesita ya de un análisis clínico, de manera que lo propiamente natural se convierte en un a priori patológico.

Y, en fin, en las filosofías de la voluntad de Nietzsche y Schopenhauer la cosa sigue siendo la misma: su intento de barrer la razón ha concluido en amontonar un desequilibrio natural entre el fenómeno real y verdadero (la voluntad) y lo desconocido accesorio, (el exceso, la razón), que hace frente a lo aórgico gracias a su propia fuerza e iniciativa.

El odio hacia la teleología natural de un mundo que aparentemente es caótico, tiene su sentido; pues la teleología natural se basa en una previa concepción de un creador que haya puesto en marcha una maquinaria perfecta, o bien un mundo sin dioses en la eternidad del tiempo; pero tal eternidad nos llevaría a la paradoja de que jamás encontraríamos la verdad, siempre pospuesta en el siguiente turno, en el siguiente retorno. Por eso el concepto de verdad es indisoluble de la linealidad y finitud del tiempo.

Sea como sea, nos enfrentamos ante la pregunta absurda o al sentido de una pregunta que en su mayor profundidad también se revela absurda e incongruente: ¿ por qué vivimos? ¿Por qué las cosas están empeñadas en sobrevivir? ¿Quién impulsó su élan vital, su voluntad irracional? “El hombre vive, pero no sabe por qué vive”, dice Schopenhauer.
Al final, el irracionalismo ha sido vencido por sí mismo, dando a luz la única verdad que poseemos: el desequilibrio ontológico en el interior de las cosas mismas.

miércoles, enero 17, 2007

Una contaminación esencial

En su indefinida pretensión de imitar la vida, el pensamiento corre el riesgo de extraviarse en el silencio de sus líneas; como la vacuidad del concepto más universal, el pensamiento recorre una tierra que por principio le está vedada, y de la que sin embargo, no se puede separar.

La búsqueda de aquel que acepta este desnivel entre la vida y el pensamiento, entre el ser y el pensar, ¿no es acaso la de aquella reflexión que pueda confluir en el límite entre ambas, que sea lo suficientemente versátil como para autotrascenderse, que sea tan sutil como el zigzaguear de la existencia?

En este punto se halla la máxima dificultad del pensamiento, pero también la mínima exigencia de la vida: que ella misma sea recorrida en una cierta dirección, aún con la carga de su completa ajenidad y su totalidad autosuficiente. Los cuerpos de la vida, el pensamiento y el lenguaje cobran su unidad mediante la lucha que los enfrenta de forma perpetua. En sus fronteras la lucha se hace indistinguible del sentido, el cuerpo se hace único en su diversidad y multiplicidad.

Allende estos puntos íntimos de conexión, la vida del pensamiento se enfrenta con su propia naturaleza y con el ser; la reflexión en cada hombre es una lucha infatigable, pues todo pensamiento es el hacerse hueco entre los lindes de una superficie trascendental, que por su peso colapsa toda pretensión de comprensión y manipulación. El pensar cobra la forma del proceso vital en general; se mueve con dificultad entre sus obstáculos como la planta en su propio medio, o como el pueblo o el estado que para llegar a su punto de máximo desarrollo se ve inscrito en guerras y conflictos. Como cualquier acto de la naturaleza, el pensar es una mayéutica, un arte del dar a luz un movimiento de vida.

Y sin embargo, mientras el pensamiento tiende a representarse a sí mismo como lo más estable y noble, la vida se dilata en sus múltiples divergencias. Ambas naturalezas tienden a la completa separación, pero, ¿no es esto a su vez lo característico del ser? De pronto también avistamos la dificultad de tratar de unir lo que por naturaleza se rehuye a si mismo. Y bien sabemos que la esencia del hombre es contaminar todo lo que tiende a un fin natural; pues estamos lejos de creer que el hombre tienda a ningún fin; él es un elemento de desbarajuste en la economía de la vida, objeto perturbador de la naturaleza, y, en realidad, lo que confirma la falla originaria en el seno de todas las cosas.

La naturaleza perdida del hombre ya no es recuperable; probablemente su mismo pensamiento sea un eco de los efectos de la falla originaria, que se reproduce infinitamente en todas las dimensiones. Pero olvidar el elemento que hace que las cosas sean como se nos aparecen, es decir, olvidar que toda comprensión adolece de la contaminación humana, nos sitúa en una falsa posición frente a la realidad exterior, la naturaleza que queremos llamar vida y ser; la misma vida sólo será en relación con este pensamiento humano.

Ello no nos confina a enfrentarnos eternamente a una disposición única de los elementos que forman el entendimiento; pero sí desde luego a contar con esta contaminación como elemento de toda posible visión del ser, incluso de aquella visión que supone el ser como eso que está absolutamente al margen de todo lo humano y todo lo finito.

martes, enero 16, 2007

De bifurcaciones y caminos

Bajo el abismo de la razón gravita el peso de la decisión. Sólo el escéptico deja el cauce de este mar correr sus aguas intransitables, para disolverse en la pura desesperanza. Pues no puede comprender cómo el filósofo llega a decidir con la razón lo que sólo se puede decidir con la pasión. Ésta es la tragedia que recluye al escéptico en su filosofía sin pensamientos, siempre en la frontera, guardando un equilibrio cargado de inestabilidad.

El filósofo ingenuo que mira la realidad con los ojos de la pura razón elige inconsciente la ruta por la que su reflexión creerá estar hollando los pliegues más profundos de las cosas cuando no hace sino conformar un camino de cuento y fantasía, reproduciendo en él los anhelos tristes propios de la infancia.
La melancolía profunda del filósofo se revela en su insistencia sistemática; la construcción de grandes calabozos donde diseccionar los laberintos inextricables de la vida le convierten en el dueño permanente de un mundo hecho a su medida, en el que ya no es señor de ilusiones atrofiadas sino de grandes y enigmáticas verdades.

Lejano y quizás solitario, el escéptico mira con pesar esta paradoja de la realidad: la bifurcación de los caminos que llevan a la verdad evidente por sí misma y que forma el pilar de todo sistema no representa una disyunción definitiva, sino que presenta por igual dos vías sin formar, y por tanto, aún no decididas.
¿Cómo puede el filósofo optar por el término de una disyunción de esta clase? Desde luego, ya muy lejos de la razón pura; el escéptico sabe de hecho que entre los dos términos de la disyunción no existe una regla que permita acogerse a uno con plena integridad; muy al contrario, sabe que se trata de una cuestión de decisión.

¿Materialismo o idealismo? ¿ Trascendencia o inmanencia? ¿ Experiencia o innatismo? ¿ Emoción o reflexión? ¿Vitalismo o formalismo? ¿Realismo o nominalismo? Pero, ¿cómo y cuando toma el filósofo un camino? Y, ¿por qué? No se ha comprendido aún la naturaleza de la razón, que no puede concluir. Y ésta es la enseñanza asimismo de nuestra época: la incapacidad de la conclusión.

Vistas así las cosas, sólo cabe enfrentarse a los dualismos desde el puro escepticismo o bien rasgarlos. No someterse a los dualismos significa activar una nueva superficie del pensar, un nuevo horizonte donde quizás no nos veamos falsificados por una decisión irracional vestida de razón pura. Para evitar la larga errancia del escéptico, nuestros músculos mentales han de producir una nueva substancia, encontrar un camino que no se enfrente a sí mismo, como en la eterna bifurcación, la disyunción imposible cuya solución más razonable se halla lejos de la decisión.

lunes, enero 15, 2007

La cercana lejanía

Entre la idea de que el hombre se halla constituido en el lenguaje y la idea de que el lenguaje es en realidad una alienación o un distanciamiento entre dos experiencias en las que el fenómeno se ve gravemente modificado, me quedo con esta última. El hombre se constituye en el lenguaje, pero, ¿qué hombre? El profesor Rof Carballo dirá que el hombre es constituido en el amor, pero, ¿qué amor?

Protágoras había dicho que el hombre era la medida de todas las cosas. Se había entendido que éste era el origen del relativismo gnoseológico, en el sentido de que frente a un objeto dado, las percepciones eran distintas en cada hombre y por tanto se destruía la posibilidad de un criterio científico del conocimiento.
La cosa aparece de formas distintas, ésta era la tesis. Luego no se tenían sino diferentes percepciones de la cosa, con lo que el conocimiento de la cosa quedaba fuera del alcance del entendimiento.

El fenómeno del lenguaje nos revela sin embargo que quizás no exista una cosa frente a dos observadores, una cosa con distintos rasgos, sino dos cosas, que cada percepción acaso no sea una percepción referida a un objeto sino un objeto en sí misma. El lenguaje entonces no será el momento de constitución del hombre sino el momento de abstracción de la experiencia fenoménica en la que el hombre está inmerso.

Lo verdaderamente dado en la experiencia no se deja seducir por la aridez de las palabras; el mundo de la experiencia particular que conforma objetos y realidades particulares y únicas es el suelo de donde crece la intelectualización de la palabra; la palabra es una emergencia, una abstracción, un lugar común, y como lugar común, una limitación temporal de la particularidad, un límite a la misma.

En ese lugar común surge el fenómeno más extraño acaso que configure las relaciones humanas y no sólo humanas; la comunicación en general pone en relación dos mundos que por otra parte están en una lejanía inmensurable; el caso más conocido es el de la relación de un animal de compañía con su dueño; ambos viven mundos inmensurables que al mismo tiempo se relacionan mediante algún tipo de comunicación.
La relación lingüística entre los hombres es ese lugar en el que el hombre se halla más lejos de su semejante al mismo tiempo que más cerca; el lenguaje nos acerca pero nos aleja; no podemos superar nuestra cárcel fenoménica particular, pero sin embargo las palabras son capaces de modificarla.

Es difícil encontrar un ejemplo imaginable que explique esta relación comunicativa paradójica; se trata de la conversación de un ciego con otro ciego que, recluidos en planetas a miles de años luz de distancia, se hallan enfrentados como imágenes el uno al otro, modificándose en virtud de ese juego virtual. Los mundos de la vida cerrados por sus límites ontológicos particulares cobran la forma de una extraña apertura en la comunicación, abriéndose y tocándose en un límite sinuoso y paradójico.

La palabra, el afecto, el contacto, ponen de manifiesto la lejanía y la cercanía simultáneas de una estructura en forma de paradoja que atañe a los seres vivientes y sentientes; el lenguaje une en el tiempo y el espacio el infinito particular que se agota en sí mismo, o dicho de otra manera: funde en la oquedad de la palabra la distancia más lejana y la distancia más cercana entre dos cosas: lo más lejano y lo más cercano se dan cita mediante el acontecimiento comunicativo.

viernes, enero 12, 2007

El mecano

No es de extrañar que una de las máximas prioridades en las acciones de los hombres haya sido conquistar el edificio de la ciencia. La ciencia reproduce, en cuanto instrumento de manejo de la cosa, la cosa misma, en la escala en la que el entendimiento humano puede comprenderse con ella.

Esta reproducción es, analógicamente, la misma que la del juguete para el niño: el objeto deseado e inalcanzable se sustituye por una copia a medida del niño, de manera que se colme su deseo de alcanzar la cosa en su propio ser.
A través de los ojos de la ciencia, el mundo aparece como un mecanismo de relojería; piezas por aquí, estructuras por allá, muelles, lanzaderas, nudos, y todo tipo de cachivaches. El mundo que propone la ciencia no se diferencia mucho del mecano ; y la sonrisa de satisfacción no tarda en enrojecer las mejillas del púber.

Si uno se fija, los grandes premios Nobel de nuestra ciencia (Kandel, Crick, Einstein), son espíritus pueriles; han comprendido el Universo como un juguete que pueden manejar con sus herramientas y el impulso de la habilidad natural; de esta manera, talento e instrumento se combinan para lograr el éxito de la técnica, y con ello, se tiene la impresión de haber dominado el ser en sí, en lugar de recordar que estábamos trabajando con una reproducción a escala bastante deficiente.

Pero no es esto lo único que proporciona la ciencia como acción; la misma ciencia nos coloca fuera del mundo que estamos observando; las responsabilidades morales cobran un aspecto de mito frente a la estructura mecánica que zarandeamos en nuestras manos; ¿cómo una estructura tal iba a tener repercusiones éticas para mí? -se pregunta el científico-; ¿cómo el padre del juguete iba a sucumbir ante la seriedad del juguete?

De algún modo, la ciencia logra dejar fuera del juego al científico; no al hombre, el hombre es otra cuestión. Después de todo, al hombre se le presenta el resultado de una acción exterior, la del científico, sobre un objeto ya elaborado, el del juguete. El juguete cobra seriedad cuando el hombre toma consciencia de que él forma parte de su estructura; pero ello es ajeno al científico, quien no puede sentirse parte de algo que en cierto modo ha formado él mismo, a través de sus términos, sus instrumentos, sus síntesis y abstracciones.

El mundo del científico es un mundo que aún no ha madurado; la mente misma del científico suele, en la mayoría de los casos, habitar mundos fantásticos que quedan muy lejos de la cotidianidad humana, dolorosa y finita. El hombre de la calle queda enredado en el juego de madejas del científico como un accidente del sistema, un motor en el mismo con su proporción particular. Por eso la neurociencia ha creído que hallaría el sentido de la conciencia en la dimensión puramente física de la misma. Pero aún anda preguntándose cómo es posible que a pesar de todo, la conciencia sea un misterio de momento inalcanzable.

La intención última de todo ser humano es siempre imposible de apresar. La causa primera de las cosas ha tomado con el tiempo la idea de una divinidad, y con razón: pues no existe nada tan oculto como la causa primera a no ser el mismo dios. Quizás, entre el conjunto de causas que mueven a un hombre a tomar partido por una acción, esté el de la posibilidad de evadir su cuestión vital.

El científico ha entendido que reduciendo el mundo a estructuras manejables él estaría librado de toda responsabilidad, puesto que a su vez liquidaría lo divino, que no tiene cabida en un mundo tal. La ambigüedad del sentido habría propiciado la falta de fe en él y la necesidad de acudir al hecho positivo.
La libertad y la ruptura de la responsabilidad, deseos inmorales y al mismo tiempo naturales: nada desea tanto el hombre como la propia huida de su individuación. Y la ciencia permite, diluyendo el ser en una ingeniosa especie de mecano, liberar al hombre de su responsabilidad.

Ya no es un ser sujeto a una naturaleza, sino el creador de tal naturaleza; no tiene un dios: él es su dios. Y siempre con la alegría inmadura del niño, que cuando no funciona el juguete lo lanza contra el suelo y cuando le produce placer se emborracha de osadía: así es el científico frente al mundo: un niño lleno de tanta ilusión como de grosera ingenuidad.

jueves, enero 11, 2007

Algunos caracteres de la verdad

Siguiendo la mera lógica del devenir, podríamos aventurarnos a suponer que el concepto tradicional de verdad se abstrae del mundo del devenir para llegar a ocupar un lugar que no pertenece a ningún individuo del género humano: la verdad es impersonal, fría, demoledora, incondicional. A nadie pertenece y solamente se participa de ella. Tiende a ocupar los puestos propios del vacío, allí donde la materia se disipa y el concepto se hace cada vez más general y abarcador.

Por su propia naturaleza, la verdad mantiene relaciones muy estrechas con el dogmatismo. La actualización de una posición, de una tesis, por sí misma, implica un enfrentamiento, un lugar de escisión, una determinación. La determinación, a su vez, excluye, para ser ella misma, sus contrarios o sus desemejantes. Es la conclusión a la que Platón llega en El Sofista: también el no-ser existe en la forma de la diferencia. De esta definición negativa de diferencia extraerá Deleuze las consecuencias de la concepción platónica de la Idea como Identidad, que trata el simulacro como deficiencia frente al patrón, modelo o norma de la idealidad.

Ahora bien, la posición de la antítesis, y sólo ella en cuanto es la diferencia de la tesis, es la que completa el círculo donde el dogma deja de ejercer su violencia para devenir una parte necesaria pero insuficiente de la relación; su necesidad y su insuficiencia permiten que se abra el espacio de la crítica, el movimiento y el acontecer; solo en esta estructura se hace posible el diálogo, y con ella a un tiempo se incapacita la posibilidad inmediata de la verdad: pues si solamente es posible la verdad en cuanto tesis absoluta (síntesis como tesis, en Hegel), cualquier estructura de apertura o de indefinición, que por otro lado es la propia del diálogo, estará sometida a los períodos propios de revisión del contenido que son el mismo acontecer de la discusión; de ello se extrae la naturaleza de la verdad: no puede existir crítica ni diálogo en una tesis total, pues ella misma es la suficiencia y la perfección, y por lo tanto, no necesita de ningún oponente.

La tesis trata de llenar todo el espacio posible, y al llenarlo, lo que en realidad hace es agotar su contenido en su propia suficiencia, pues al vetarse la génesis del movimiento que permite el pensamiento también se detiene todo ser, todo acontecer: por eso el motor de Aristóteles es inmóvil; pero ya sabemos que la vida se caracteriza más bien por su movilidad que por su inmovilidad.

Por eso la otra conclusión donde se produce el vaciamiento del contenido de la verdad es en la forma lógica de la misma; las únicas verdades evidentes del mundo, sujetas a su propia lógica, independiente de la materia y el movimiento, son las tautologías. Las tautologías, sin embargo, no informan de nada y se agotan en ellas mismas.

Así, pues, estos son los caracteres que de este concepto de verdad se nos revelan: inmovilidad, dogmatismo,vaciamiento, suficiencia, vacuidad. La verdad se eleva sobre todos los hombres y todos los entes vivos, e incluso sobre los inertes, adquiriendo el grado de leyes: en su soledad trascendental, su último remedio es adularse a sí mismas, mirarse en el espejo de su perfección. Tal ha sido durante siglos la idea de un Dios que, incapaz de hacer participar en el mismo grado de perfección a las criaturas contingentes que quiso crear, su propia felicidad consistía en el eterno ensimismamiento.

Esta es la raíz pura de los dogmatismos; la convicción no puede permitir la crítica en la medida en que tal crítica supone un ataque directo hacia el edificio en el que está sustentado. Si entendemos por religión el concepto tradicional de la misma, como un entramado de normas indiscutibles bajo las que el creyente no puede posicionarse sino adaptarse, y si entendemos, por el contrario, la filosofía a la manera de los sofistas, como un espacio en el que su validez viene dada ya por el movimiento de las tesis y las antítesis, no cabe duda de que sólo podemos inclinarnos por la segunda posición como educación.

Solamente la incertidumbre genera movimientos que pueden configurar nuestra existencia en cuanto que nuestra. La imposición del fantasma de la idea no significa tampoco afirmar un perpetuo relativismo, sino sólo confirmar que el camino de la verdad no puede ser el camino de la tesis solipsista; al contrario, entrevemos que la verdad ha de ser en todo caso dialéctica, que quizás se halle dispersada en el movimiento mismo, que al menos, si no queremos afirmar la absoluta inocencia del devenir, podemos pensar en un entramado más complejo que el que la tradición platónica nos ha legado como definitivo.

miércoles, enero 10, 2007

Lógica de los límites


La lógica de los límites parece haber querido establecer un mundo en el que no es posible lograr una cosmovisión, como acto de entendimiento, en el que el mismo órgano del ojo parece fracasar en el esfuerzo por determinar su objeto, y ha preferido ofrecernos un mundo siempre cambiante en el que estamos inmersos, atraídos por su gravedad insuperable.

Es en ese sentido que aparece el límite como lo únicamente discernible. El pensamiento se queda aquí otra vez un tanto limitado, en cuanto que queriendo discernir las cosas por su estructura lógica, muchas veces no logra llegar a determinar el ámbito propio en el que se mueve, creyendo hallarse en un lugar que en realidad no le corresponde.

Por otro lado, parece que no existe ese término medio que afianzaría la distancia entre dos ámbitos ontológicamente distintos (uso esta expresión en cuanto que la lógica misma es insuficiente, en cuanto que ella sola no es capaz de determinar el ámbito por hallarse siempre ya en uno preestablecido), que no existe una mediación sino un salto, un salto siempre incomprensible: el salto de aquello que de no ser pasa a ser, o de poseer una cualidad a alcanzar su contraria.

En efecto, no es discernible de forma lógica el paso del no-ser al ser. Pues para que algo llegue a ser, ha de haber sido ya. Por eso Parménides llega a la conclusión de que no puede existir algo así como el no ser, y acaba haciendo coincidir el ser con el pensar. Sin embargo, el devenir muestra que esto no es así, y que de hecho las cosas se estructuran mediante saltos lógicamente inexplicables.

La diferencia entre lo meramente lógico y lo ontológico se establece por lo tanto como la diferencia entre lo que es susceptible de ser dividido por el entendimiento (lógica), y lo que, más allá del entendimiento, es propiamente. Por supuesto, este ser tiene siempre prioridad sobre la lógica.
El filósofo que odia el pensamiento no deja sin embargo de relacionarse con él; su odio es lógico, no ontológico; subsiste una relación que intelectualmente está negada, pero que cae bajo un ámbito concreto y distinguible.

El límite por tanto no conforma la composición del objeto, pero divide a dos objetos distintos, los separa y los enfrenta, sin llegar a determinarlos por completo. Más bien pareciera que esas líneas existen como fronteras de territorios nunca concluidos e indeterminables, pero, en definitiva, de alguna forma existentes.

La incapacidad de abarcar ontológicamente ámbitos distintos es la que confirma el fracaso del entendimiento, y también la deficiencia de su luz: porque el entendimiento cree superar el ámbito en el que se encuentra solamente por medio de su propio ser, cuando no tiene en cuenta que existe una brecha en cuanto al ser que le limita con otros seres.

Esta obsesión por la pretensión ilegítima del entendimiento llevó a San Anselmo a derivar la existencia de Dios por su esencia; he aquí el caso más flagrante del peligro del pensar en su confianza extrema. No es posible escapar a esta lógica de los límites; siempre estaremos en tierra o mar, en el cielo o en el subsuelo, y nada cambiará ese hecho aún cuando podamos volar con la imaginación países inexistentes.

La comprensión podrá afirmar cuando en realidad no ha dejado de negar. Y esos límites también nos instalan en la deficiente vida comunicativa que nos lleva al extravío y a la incomprensión, en un mundo en el que creemos poder resolver conflictos mediante un diálogo en realidad inexistente.

martes, enero 09, 2007

Cuestiones de salud


Según Jean Améry, el estructuralismo destruyó la dignidad humana al diluir al sujeto, al hombre, en la estructura.
Quizás esta destrucción sea, no obstante, buena, positiva, si no moral, quizás sí sana. Desde luego que nunca se destruye el sujeto, y el mismo sujeto al trascender y olvidar su subjetividad no hace sino posponerla o cubrirla; pero ya que no nos es dada la posibilidad de destruir completamente nuestra subjetividad a no ser que destruyamos nuestra propia vida,si podemos olvidarla, habremos dado ya un gran paso.

Quizás debe morir el yo actual que somos para que nazca el nuevo que ya irrumpe: quizás el viejo desencantado que soy esté ya tanto tiempo convaleciente que sólo quede un espectro y no me haya enterado aún de su muerte. La subjetividad del escritor es la que hay que dilapidar, romperla en cuanto centro de atención: el yo no es objeto ni de conocimiento ni de felicidad; un “haz de percepciones”, dice Hume, un límite del mundo, confirma Wittgenstein, y como límite, fuera del mundo mismo.

Durante años he dado importancia a la introspección como posible camino hacia mi propio entendimiento: y sólo ahora, cuando la he arrojado al mar del olvido, es cuando me comprendo. Créanme, no existe ninguna utilidad en el principio socrático del conocimiento de uno mismo. No hay nada que conocer de uno, uno en sí ya está agotado por completo y satisfecho. La melancolía del solitario es propia de un exceso de egoísmo, de perpetuo replegarse sobre la propia imagen para adorarla y engrandecerla. Entendiendo que de aquí no se extrae una enseñanza moral y que moralmente no encuentro razones para preferir la virtud cristiana que el puro egoísmo, si comprendo que por lo menos es más sano su rechazo.

El escritor suele recluirse en sus propias experiencias y al final cae preso de su propio mundo, anegándose en la oscuridad. El poeta, al menos el poeta épico, el poeta que aún no conocía ese invento moderno de la subjetividad, que se diluía estructuralmente en su relato, ése si conocía mejor la salud. La subjetividad como principio de la modernidad señala por lo tanto una decadencia, una enfermedad, el principio de una ceguera inevitable.

Tantos años de introspección solo han servido de camino para negarla; mi esfuerzo se ha dado de golpes con la enfermedad; reconozco vivamente la locura en las formas de la interioridad; la sensibilidad como ideal, como manera de mantener la propia imagen idealizada de uno mismo, es ya un síntoma de locura. Partir del yo, ya sea empírico o trascendental, es una forma de levantar un altar a la subjetividad, una forma de justificar la individuación que es cada uno en el escenario indistinguible del devenir.

El ejercicio que se necesita aquí no es precisamente el de la sinceridad, sino el del puro cinismo: aquí hemos de creernos que es posible la alienación, que finalmente podemos huir de nuestra individuación. Hemos de creernos esto porque jamás podemos escapar a ella; por eso, si bien el yo no da la forma del conocimiento, tampoco es reprobable moral u ontológicamente: se trata, en definitiva, de una cuestión personal: la de determinar si queremos aferrarnos cada vez con mayor violencia a nuestros demonios o dejar que ellos caminen tranquilamente el escenario del gran mundo.

La alienación, desde este punto de vista, es positiva; conviene alejarnos de nosotros y encontrarnos de nuevo en el otro lado del espejo, pero ya lejos, olvidados de nuestra propia sensibilidad: ésta es la única forma sana de dirigirse, aunque no sea la más moral. Pues de nuevo quizás nunca podamos huir de nosotros, pero al menos podemos confundirnos en las sombras: y desde ellas obtendremos una visión más clara, más eficaz y más amplia de todo aquello en lo que estamos implicados.