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miércoles, enero 31, 2007

La decisión determinante

Los antiguos escépticos inventaron el gran término de epoché, para demostrar la abstinencia en el juicio, su renuncia a tomar partido por una forma concreta de comprender la realidad. Aunque esto a su vez fuera otra forma de considerarse frente a ella, no cabe duda de que tal forma consiste en una no-forma, y que por lo tanto los escépticos estuvieron lo más cerca posible de alcanzar el estado de suspensión del juicio que la razón humana puede lograr.

Lo que no pudieron sacudirse de sus espaldas los escépticos lo sentimos nosotros los modernos, a saber, los que de verdad tenemos un sentido histórico del tiempo que en ocasiones amenaza con derrumbarnos. Conscientes de nuestra temporalidad, ya no podemos esperar a la verdad eterna; la vida cotidiana, nuestra evolución corporal, nos exige posiciones, nos pide decidir. Tales decisiones no son de poca importancia, a no ser que consideremos la existencia como un problema ilusorio, que en realidad tiene poco valor.

Y aún cuando no lo tuviera, estamos en medio del mundo como auténticos consumidores de decisiones; sólo el asceta logra el estado total de evasión, al no inmiscuirse en los asuntos humanos. No cabe duda de que el asceta es en este caso un hombre que está más allá del mero hombre. El asceta representa el momento de máxima rebeldía: atenta contra su cuerpo, contra su alma, contra todo lo que lo pueda constituirle en amigo de sí mismo y de los hombres. Es la radicalidad del juicio por excelencia. Ha decidido que para tomar una correcta decisión, tiene que pasar primero la vida por delante, en lugar de que la vida transcurra como consecuencia de decisiones que no han sido maduradas.

El tiempo nos exige una decisión en condiciones injustas. Es más, el camino de todo pensador honesto se recorre en una espiral profunda que es segada en su recorrido por la muerte. Los puntos recorridos son sólo momentos para una ulterior exposición que siempre se ve frenada por el acontecimiento de la muerte. Los momentos como tales son sólo ejes indeterminados que jamás quedan concluidos, sujetos siempre a una apertura que es bruscamente segada por la temporalidad.

La experiencia biológica del hombre y su historia es la de un sujeto continuamente errante, que sufre quizás injustamente sus errores necesarios y que es presa del desarrollo lógico de ellos. El cuerpo biológico del hombre es la evolución de la causalidad impresa en los momentos iniciales. La epoché quiere lo imposible: detener el tiempo para enlazar el logos con la vida, la razón con la existencia, regular en definitiva el tiempo de las dos series heterogéneas y reincorporarlas a una misma velocidad.

Tal detención se ha mostrado imposible o al menos sólo posible eliminando uno de los términos de la serie: el asceta ha destruido la existencia para alcanzar la unicidad dentro de la multiplicidad, lo propio de la existencia sin sus caracteres particulares, y quizás la eternidad del tiempo que se registra en su carencia de mundo y de vida.
El problema del asceta es precisamente esto: segando la vida, la flor que se obtiene es la de una inmensa y desolada melancolía, que lo refugia en su soledad incomprensible.

Por apresar el sentido propio de aquello que rige la existencia hemos ascendido al lugar de la nada del sentido, despojados ya de la necesidad siquiera de existir.
Hasta los mismos filósofos se enfrentan con la falta del sentido bajo todas las fórmulas de la filosofía. Al final, aquello que se quiere apresar y que es el objeto propio de la filosofía, ¿no es acaso un engaño, un falso reflejo que sólo sirve de guía para poder construir la existencia que cae bajo su luz directora?
Ya Kant pensó la metafísica como meros conceptos reguladores de la razón. Quizás sea esto lo que tengamos todavía que aprender: que el conocimiento es sólo una guía que nos permite hacer el camino de la existencia por medio del cual se la quiere comprender.

Al final, lo importante no es alcanzar el objeto, la finalidad, sino construir un trayecto, sólo finalizado por la muerte. De este modo, no es el objeto del saber, sino la muerte, nuestro último objetivo.
Ella es la dama que ordena y que sella nuestra vida, y que pone fin a eso que empezamos un día mediante una decisión desordenada e inconsciente.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Magnífico, no hay mejor forma de empezar el día que leyendo un texto en el que la hermosura y la crueldad se den la mano.