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viernes, marzo 30, 2007

Nuestro vecino impensable

Tenemos que morir, no que comprender que tenemos que morir. Distinción “comprensible”, si se piensa que la comprensión nace en la conciencia y que en ésta nace aquello bajo lo que pensamos la vida. La vida que pensamos no es, en fin, la vida que vivimos, que siempre es la totalidad. La vida es una totalidad, en efecto, pero no es un absoluto. Pues también es una totalidad la muerte que hemos de morir.

Pero si la razón nace en la vida y mediante ella el lugar bajo el que comprendemos la vida, no nos es posible entonces pensar algo así como la muerte, dado que todo pensar se circunscribió desde el principio al entorno ontológico de la vida. Hemos aprendido a vivir así, teniendo como horizonte pasado el nacimiento incomprensible de nuestra conciencia y como futuro el declinar propio de la existencia.

Ello significa que no nos es dado en nuestra vida pensar la muerte, pues nada podemos pensar que no esté ya en la vida, ante nuestros ojos, ante nuestra percepción. Pero desde la vida se puede intuir la totalidad de la muerte, como aquello que está detrás de todo horizonte, opaco a la vida pero efectivo en su totalidad. Esta opacidad vecina, es decir, una opacidad que al tiempo que es oscura revela su cercanía aterradora en su incomprensibilidad es lo que permite hablar de la muerte como de una trascendencia.

La muerte trasciende lo experimentable. Educados por la conciencia, que quiere en todo momento hacer presentes las cosas, olvidamos la existencia real de lo que no es capaz de desvelarse en lo inmediato. La conciencia no enseña a percibir lo oculto y de ese modo agudiza el dolor humano. Mediante la conciencia hemos absolutizado la vida en cuanto presencia continua de aquello que constituye la conciencia. El ojo ha confundido el objeto con la estructura de su retina.

La miopía de la conciencia ha identificado así la vida consigo misma, y henos aquí incapaces de acceder a la trascendencia dentro del mundo, alienados de lo absoluto en el páramo desértico de cada totalidad independiente. La verdadera diferencia ontológica, la diferencia entre la vida y la muerte, queda fuera de toda posible comprensión. Y a pesar de la cercanía de la muerte, pareciera que su propio ser fuera una nada absoluta, un lugar u-tópico. Pues no hemos sido capaces de aprender aquellos horizontes de la misma forma en que hemos aprendido la presencia de lo inmediato, y aún exigimos percibir el absoluto como totalidad idéntica y comprensible.

Y sin embargo la muerte está ahí, quizás ajena a la conciencia, pero no ajena a nuestro cuerpo. Con la muerte entramos en la blancura del silencio, penetramos el verdadero ser de la piedra, del río, del árbol. Nuestro cuerpo tardará mucho más en morir que nuestra conciencia. Se irá descomponiendo en el mundo como cualquier organismo, y existirá un devenir vital en él, una transposición de la materia de un lugar a otro, y por tanto, continuará la vida.

La miopía de la conciencia también permite pensar que la muerte sea un lugar, sin entender la diferencia existente con la vida en la que la conciencia es el lugar de comprensión de esa existencia, de modo que queda ya encerrada en un lugar físico y óntico particular. De ahí la insistencia en la pregunta acerca del lugar al que vamos a parar después de la vida, en su dicción cotidiana.

Pues aún pesa sobre nosotros la imposibilidad de pensar de otro modo que bajo la óptica vital, no a causa de una idealidad quizás perdida, sino por olvido de que la comprensión de la vida nació en nosotros posteriormente a la propia vida, en la forma impura de la conciencia.

jueves, marzo 29, 2007

Una joven fantasía

Que la continua creación de nuestra vida en la forma de una idea de conexión causal o de destino, es decir, en la forma de un relato, una fábula, sea en definitiva lo único posible en relación con ella, significa al mismo tiempo que ella misma no puede existir sino en ese tejido posterior que aparece como fábula.

Pero si este es el caso, entonces no podemos hablar de una vida originaria o primigenia, que sería anterior al discurso mitológico. De cualquier manera, el mito aquí es la única forma posible de expresión de esa vida, pero si seguimos hablando de fábula o de mito tendremos que considerar la existencia en cierto sentido inaprensible de un fondo originario del cual el relato es una superposición artificial. De hecho, la consideración del relato o de la ficción por oposición al relato de justificación universal supone que todo relato es igualmente válido, en el mismo sentido en que es arbitrario y al mismo tiempo una ficción.

¿Ficción con respecto de qué? Hay que comprender que en el momento en que hablamos de ficción estamos haciendo alusión a una verdad más plena que queda en todo caso detrás de la expresión humana. Y hemos aprendido hasta ahora que no hay desde el lenguaje discurso que penetre tal esencia. Nietzsche ha insistido en la naturaleza retórica del lenguaje. Ahora bien, si existe un lenguaje fisiológico que precediera a la configuración del mito, un mundo primordial como intuyen Husserl o Merleau-Ponty, entonces la interpretación no se agota en su propia estructura, no es en absoluto circular, sino que está en contacto con el mundo previo inaccesible para el lenguaje y la lógica.

Aceptar el mito como la única configuración plausible de expresión humana que esté relacionada con la matriz causante de tal expresión es por tanto aceptarlo no como mito, sino como discurso legítimo más allá de las exigencias de fundamentación, que estarían dominadas por un deseo ilegítimo de fundar racionalmente lo que aparentemente se considera al margen de la razón. El mito, la ficción, la fábula son entonces el lugar primero al que accede la conciencia y el último por el que ésta se diluye. El otro lugar es inaccesible, y por ser la experiencia primordial no puede a su vez ser la expresión de esa experiencia.

Esta existencia supuesta de un mundo primordial tiene todos los caracteres de lo santo y lo sagrado, más allá del origen traumático del mito. Lo desconocido como enigma configura también el fondo abismal de todo pensamiento poético. El poeta penetra en un mundo continuamente abierto en el que como aparato regulador se encuentra al fondo el amplio mar de lo desconocido, el universo del interrogante. El interrogante es aquello cuya respuesta solucionaría nuestra relación con el mundo primordial.

Por eso la expresión poética no debe entenderse como una metáfora más, dado el hecho de que no es posible hallar una expresión de la vida humana que no sea metafórica. Por la misma razón, no todo relato ni todo mito valen como interpretación plausible de la experiencia, pues esa tolerancia hacia la validez de cualquier mitificación sólo es posible suponiendo que el relato fuera siempre autorreferencial, cerrado en sí mismo, donde no existiera la experiencia primordial.

Han de conjugarse, por tanto, estas dos exigencias. Por un lado, admitir la existencia de un mundo primordial sin el cual toda experiencia de interpretación sería imposible, al tiempo que admitimos la imposibilidad de alcanzarla a ella misma en su seno. Ahora bien, precisamente porque es inalcanzable, toda expresión de la experiencia es en sí misma hermenéutica, y en cuanto que fábula o interpretación como el único discurso que se puede construir, dejan de ser tales fábulas y tales mitos. Aceptar que el mito es la forma primordial del pensamiento no es desprestigiar necesariamente la razón, sino entender que su forma más originaria es la mitológica.

En cuanto forma originaria podemos aceptar el mito como la expresión poética por excelencia. El mito es más originario y más fidedigno también por estar más cerca de la experiencia primordial, y por ello, más cerca del enigma. Como dice Blumenberg, y más allá de cualquier concepto romántico, la mitología sería “la autonomía primeriza de una libertad esencial para el hombre”, o, como diría Schlegel, “la floración primera de la joven fantasía”.

miércoles, marzo 28, 2007

Oscilación

En épocas más respetuosas con la tierra y el cielo, con la absoluta exterioridad de lo ajeno, el mundo exterior fue el que garantizó la fiabilidad de la organización de los sentidos humanos, y en general, la constitución misma del hombre. En las épocas de florecimiento, sin embargo, fue al contrario. El idealismo representa la confianza del sujeto en su papel histórico y universal, y de ahí se deriva la ingenuidad que no repara en lo abismático de lo puramente humano, en la totalidad que forma el hombre y que queda al margen de la capacidad de la conciencia.

Pero estos dos intentos contradictorios no son sino una manifestación más de esas fuerzas de gravitación que surcan la estructura del juicio humano, allí donde en principio reposa la organización racional y decisiva de los asuntos cotidianos. Esos dos polos absolutos forman entre ambos aquella totalidad que queda inalcanzable para el hombre. Al mismo tiempo, cada polo absoluto sirve de aliento en cuanto que representa la verdad por oposición a la falsedad, la evidencia frente al error que garantiza la tranquilidad de la conciencia humana.

Sobre esta tranquilidad reposa a su vez el problema moral y ético de la existencia. La necesidad de tener un conocimiento cierto es directamente proporcional a la conciencia del límite propio de las convicciones, y en cierta manera, a la ignorancia. Tener conciencia de la estructura dialéctica de la realidad como un engranaje aparentemente ordenado en función de un desorden profundo e interiorizado permite evitar un juicio libre y en esa medida, habituarnos al escepticismo más extremo.

Las viejas metáforas acerca de los caminos que conducen a la verdad se revelan imágenes que no corresponden a ningún objeto, a ninguna realidad, porque la misma realidad tampoco tiene una correspondencia con algún juicio que pudiéramos representar en la conciencia. Pero es que además no puede haber camino hacia la verdad. Aquí se repite la paradoja de Zenón. Si estoy en el camino hacia la verdad, no estoy en la verdad; y, ¿cómo puede un camino compuesto de una serie de no-verdades conducir a la verdad? No hay pues verdad, pues no hay juicio que la represente. Esa es la otra lección del paradigma actualmente en uso en el pensamiento occidental.

Pero el ejercicio rutinario de la existencia nos reclama un juicio, nos exige una posición. La necesidad de que esa posición contenga una verdad es correlativa a la necesidad de tener cualquier posición. Ambas cosas han de ir de la misma mano, al mismo tiempo. Necesitamos no sólo posicionarnos en uno de los polos de la estructura del juicio, sino además estar convencidos de su valor. Estarlo pero no aceptarlo sería de locos, tanto como no aceptarlo simplemente. En cuanto la balanza de la necesidad de la certeza y la necesidad de participación pragmática en los acontecimientos de la vida mediante la elección de una posición decisiva se descompense, surgirán las paradojas, comenzará un difícil oscilar, es decir, nos abriremos al seno mismo de lo que se llama filosofía.

Esta es una forma particular de entender uno de los caminos posibles para llegar a la filosofía, y no desde luego la única ni el único camino. Pero la molestia es la misma en cualquier caso, y el filósofo muy difícilmente puede superarla al tiempo que es consciente de la complejidad de su problema. Algo ya sabemos, algo ya debería saber a estas alturas el filósofo, o cuando menos, aquel que haya naufragado en estas costas alguna vez, con riesgo de la pérdida de su juicio. Me refiero a que la problematicidad en general no es un problema a posteriori en la estructura de la realidad, sino más bien una condición que la define. Y como tal, la disonancia primordial es tan natural como la misma naturaleza. Ello alivia y al menos nos hace tocar suelo en este difícil y negrísimo naufragio.

En cualquier caso debe vencer la necesidad de la certeza, aún a sabiendas de que tal certeza sea imposible una vez hemos desvelado la esencia del concepto de verdad. Muy bien, rompamos los esquemas dialécticos tradicionales y asumamos un concepto de verdad no representativo, es lo mismo: aún necesitamos sentir el efecto de la convicción como medio de instalarnos en el mundo de forma definitiva.

Quien ha perdido la capacidad para la convicción, quizás esté en un páramo similar al que ha perdido la capacidad para la esperanza. Puede, desde luego, sobrevolar las máscaras del juicio de un lado a otro, y en medio de esa densa atmósfera tratar de abrirse paso. Pero finalmente deberá aterrizar en un campo abierto, un lugar en el que pueda contemplar el cielo y la tierra como partes pertenecientes a su cuerpo, como algo de cuya belleza o verdad no quepa dudar. Sólo una sustitución de la verdad por la belleza sea acaso capaz de solventar la carencia de ese efecto de la convicción como afecto sobre el juicio. Y ese es el sentido de lo que aquí hemos llamado mística.

lunes, marzo 26, 2007

El eco silencioso

En el fondo de todo comportamiento autodestructivo hay la urgencia de una solución definitiva que ampare la racionalidad de la esperanza. El nihilismo no puede ser, desde este punto de vista, sino el reto que se enfrenta con el abismo como grito de auxilio en las profundidades del silencio. En ese grito la metafísica tradicional y los fundamentos racionales de la civilización sólo producen un eco que el desesperado ya no puede asumir como posible solución.

La solución ahora no puede tener la forma de un fundamento porque el mismo fundamento ha negado una solución adecuada a la queja del sujeto. El hombre en el momento de su máxima desolación ha comprendido que la decadencia que le inunda no está en él sino en el mundo que lo ha fundado. La mirada abismática no es por esto una defensa de postulados bien fundamentados, tanto como un grito o una petición hacia quien fue Dios, fundador o Ley y que ahora yace muerto en las espesuras de un bosque abandonado.

En este páramo desolador solo caben dos opciones, por tanto. Una es la de hundirse progresivamente en una melancólica añoranza que perpetúe el efecto primordial de la resistencia originaria, catapultando su fuerza positiva como libertad y creación; la otra es la de abrirse al abismo en la forma misma de esa libertad. Si esto es quizás complicado es precisamente la condición de posibilidad de supervivencia de un espíritu que ya no puede retornar sus pasos hacia un pasado que sólo en la forma de la idealización existió en realidad.

La dificultad de este camino consiste en que por primera vez no se trata de un camino que parta de la absoluta certeza ni de la verdad amable e ingenua de las proposiciones físicas o metafísicas. No, ahora se parte precisamente en el quicio del abismo. El rodaje del pensamiento requiere nuevos planteamientos, nuevas vías y tránsitos, cuyo inicio es la desolación y cuyo progreso y evolución se quieren muy distantes de esa desolación inicial.

Todo lo contrario, después de Nietzsche nos vemos obligados a movernos en un espacio ambiguo cuyo horizonte está representado por una nueva y más humana visión de las capacidades de la inteligencia y del mundo, un acercamiento a la contingencia cuyo peligro y posibilidad viene dado por la oscilación entre el acontecimiento y la palabra, entre el fenómeno y la expresión.
Que nosotros, nietos del pensamiento occidental, querámoslo o no, renunciemos a este viraje en la historia de Europa o que lo aceptemos, no cambiará nuestra fortuna. Hacerse responsable de un estado de cosas al que podemos mirar atentamente o de forma cínica rebelarnos hacia él en el olvido, no nos librará de su dominio dialéctico.

La pregunta de nuestra época no ha sido ya lanzada desde la cómoda habitación en la que un Descartes aburrido reflexionaba, sino desde las blancas cimas de la Engadina, donde un Nietzsche abismático comprendía el destino de nuestra civilización, mirando, hasta quemarse los ojos, el abismo que se abre en la carencia de la respuesta del otro.

sábado, marzo 24, 2007

Diálogo en el manicomio

"-¿Quién eres?

-Un simple peregrino, como tú.

-Me engañas. Ningún peregrino habla como tú.

-Los caminos del hombre son extraños. Sus huellas ocultan la agonía de una eterna confusión.

-¿Eres un sabio?

-Todos estos extranjeros, incluido tú, amigo, somos sabios, quizás reyes, príncipes o semidioses. Pero dime, ¿qué pueden importar estas categorías, una vez estamos fuera de los juegos de los hombres? Los grandes jugadores de ajedrez han sido desterrados porque eran grandes.

-¿Y por qué estamos aquí, según tú?

- En nuestro mundo algunos pequeños hombres pero con buenos corazones decidieron recluirnos aquí hasta que ellos mismos pudieran ser capaces de aceptar inteligencias destinadas a un mundo que les abismaba.

- Entonces el hombre mismo habita en la confusión.

-Fíjate en sus lenguajes. El temor avanza en el cielo de sus pensamientos. Los hombres no saben hablar, sólo balbucean, murmuran. Eso sólo puede suceder porque no han llegado aún a pensar.

-¿Qué es pensar?

-Haces preguntas difíciles, amigo. Tales preocupaciones han sido las que han hundido al hombre. Trágico destino, este del dios arrojado a la tierra. Lucifer ,el padre de los hombres, un día maldito escupió a Dios. Por eso dice el texto sagrado que habita la tierra moribunda. Pero ¿Cuál es el destino de Lucifer? El fuego eterno, la desolación. O fíjate en su hermano Prometeo. La pregunta abrió el seno del hombre y lo condenó a la eterna expiración. Sólo el sufrimiento es eterno, amigo. La experiencia que el hombre tiene de lo sagrado se reduce a la muerte y al dolor.

-Trágica especie.

-Y afortunados quienes hemos sido levantados en manos de los dioses, aquí en un templo blanco, rodeado de manzanos y avellanos, cerca del grandioso mar que habla signos infinitos. Sólo desde aquí se muestra la profundidad del universo en su más elevada perfección.

- Somos los supervivientes del hombre.

-¿Acaso no has escuchado tú las voces de los dioses?

-Sí, desde luego. Pero el hombre me negó su divina procedencia.

-Porque tiene miedo y no puede aceptar verdades tan potentes. El hombre es un animal débil, ya lo sabes. Si dudara un segundo más, dejaría de ser hombre para ser como nosotros. Entonces se acercaría al abismo y una vez sumergido en él entendería lo maravillosos que son sus valles amarillos, sus costas blancas y profundas. Y también sabría escuchar al dios en el pájaro, entender la señal del cielo y caminar al revés. Pero el hombre está cargado de temor.

- Ah, dichoso aquel que sabe hacerlo todo al revés.

-Sí, dichoso. Conozco a alguno de estos grandes hombres. Son arquetipos del universo, apenas semejantes a nada que conozcamos; se funden en fuerzas extraordinarias, crujen como la lana fría en el invierno, y a veces murmuran en la boca del ganado. Sí, ¡alabados sean! Grandes espíritus que surcaron las lomas anchas de los cielos. Esos hombres no saben lo que dicen, sino que existen lo que dicen.

-¿Qué lenguaje hablan los hombres?

-Ah, tú bien lo sabes, amigo. No un lenguaje, sino muchos. Legión es el nombre del demonio en el texto de la Biblia. El hombre está loco, querido amigo. Nace idéntico a su semejante y a causa de sus lenguajes diferentes se dispersa. Tras la dispersión viene la diferencia, la guerra, la destrucción. Ah, Babel, prostituta de los hombres. Cierto es que el universo habla sólo un lenguaje. Todos los que, vagabundos entre murallas blancas arrastramos nuestro cuerpo, hablamos un lenguaje con miles de alfabetos. ¿O no se entienden la oruga y el grillo, el copo y la mies, aún en sus músicas lejanas? También yo me entiendo con las cosas; sólo el hombre me repugna, al tiempo que siento su penuria. Pues que yo fui un hombre, en su día.

-¿Qué somos, pues, nosotros?

-¿Y aún preguntas? ¿Qué más podemos ser? Estamos libres del lenguaje, de los nombres, de la lógica. Vagamos un mundo idéntico en su pluralidad sin fin. Sólo nosotros, amigo, podemos vivir de este modo sin rompernos en pedazos. Un hombre no podría. Y dime, ¿aún dudas de la gracia que nos ha sido concedida?"

viernes, marzo 23, 2007

El motor inextinguible

La labor de la filosofía es tematizar continuamente aquello en lo que estamos implicados. Tal continuidad significa que la filosofía es un acto consciente, posterior, a diferencia de lo absolutamente anterior que es la experiencia no tematizable, aquel fango del que surge más tarde el pensamiento, la acción, la moral o el producto de la cultura.

Las diversas filosofías de la existencia, así como la fenomenología, han tratado de volver su mirada a ese fango primordial con el objeto de evitar la racionalización conceptual, que estaría en todo caso alejada de la experiencia misma y en cierta manera violaría su originalidad. El problema al que se enfrentan estas filosofías es el de cómo volver a ese origen desde el plano del discurso, pues queda claro que toda filosofía tiene la forma lógica de un discurso en cuya misma estructura queda determinada su función y posición posteriores.

De manera que una vez en el discurso, por muy sinuoso y deslizante que éste sea, nos hallamos ya inmersos en una red ontológica con vida propia que sabe muy bien distanciarse de aquello que se supone objeto suyo, sea la vida, el devenir, los fenómenos o el ser. Esa distancia puede ser de algún modo afirmada o negada por el filósofo, pero en su imitación no dejará nunca de pertenecer al dominio ontológico en el que está impreso. Mientras permanezca en el nivel del discurso, la distancia con la cosa no podrá ser jamás abolida.

Pero no es solamente el discurso filosófico el que fuerza una distancia que nos aliena con respecto de la experiencia misma. Como ya sabemos, el lenguaje se caracteriza por su naturaleza alienadora, de manera que ya la entrada del lenguaje significa un abandono de la experiencia originaria, una alienación, que Lacan llegará a denominar “el muro del lenguaje”, y que “servirá tanto para fundarnos en el Otro como para impedirnos radicalmente comprenderlo”. De manera que incluso aquello que consideramos el espacio de la comunicación y de constitución de nuestro psiquismo es a la vez un lugar nuevo y diferente, un espacio único en su particularidad desde el que la experiencia originaria se puede tomar ya como objeto, ya como lugar inalcanzable.

Todo pensamiento centrado en el origen, sea del tipo que sea, remite a esta problemática. El proceso del pensar de Heidegger en el que el pensamiento se ha pervertido al anular la diferencia ontológica partiría de un pensamiento en que las diferencias entre lo verdadero y lo falso como las conocemos en la actualidad estarían veladas en una forma de pensar más originaria, que podríamos rastrear ya en los filósofos presocráticos, y que se disolvería definitivamente con Platón. La necesidad de Husserl del retorno a las cosas mismas exige una reducción fenomenológica que pone entre paréntesis el mundo natural para centrarse en los fenómenos, en cualquier caso, un método artificial que nos comunique con el proceso originario.

Esta nostalgia por el origen es también el centro de toda la doctrina psicoanalítica, que comprende el desarrollo del psiquismo no como un árbol autónomamente desarrollado, sino como una mera raíz aún anclada a un tronco en común. En conjunto, este es el pensamiento que se ha levantado de forma violenta contra la Ilustración. La salida de la minoría de edad kantiana se revela un proceso sumamente ingenuo y a la vez imposible. La alienación se halla en el lenguaje, en el discurso, en el pensamiento. Pero a su vez se centra o se nivela en relación a un origen, a una infancia que en su diferencia permite comprender la perversión del pensamiento racional.

Tampoco la poesía está libre de ese dominio que caracteriza todas las formas del pensar. Aún cuando trate de apresar aquella experiencia originaria, la poesía se ve en la dificultad de re-crearse continuamente a sí misma, de erigir como finalidad la voluntad del no-acabamiento. Ese motor es el motor de la cultura y del pensamiento. La filosofía es por ello el lugar en el que somos capaces de iluminarnos a nosotros mismos, al precio de recomponer continuamente sus posibles escenarios. Se trata de un reconstruir que por su natural incapacidad de apresar lo que tematiza se ve obligado a errar indefinidamente.

Lo hermoso de esta experiencia no es pues el objeto en sí, sino la propia evidencia de la actividad humana, en lucha con sus obstáculos. Se trata de un Sísifo eterno que no siempre tiene que tratar con la misma piedra, sino que, como en la música y en la poesía, puede reconstruir imparcialmente el mundo originario en un nuevo mundo lleno de poder y de valor.

miércoles, marzo 21, 2007

La sombra de Montaigne

El caso de un pensador como Montaigne nos esclarece cuáles son los caracteres del escepticismo, por un lado, pero quizás nos indique mejor aún el carácter de sus opuestos, a saber, el de aquellos que llamamos dogmáticos o que se precian del intento de un saber absoluto.

Y es que, siguiendo a Horkheimer, Montaigne reproduciría la esencia del escepticismo, que en su vertiente política es el equivalente del conservadurismo. Parece paradójico, pues escepticismo es sinónimo de criticismo, y una razón crítica no es fácil de engatusar. Otra cosa es que las condiciones sociales dadas favorezcan a determinado representante del escepticismo, pero tampoco por ello creo que sea lícito concluir que todo escepticismo es conservador. Al menos, habría que hacer justicias a las enormes diferencias entre el escepticismo antiguo y el escepticismo que inaugura Montaigne.

Pero, para continuar la paradoja, si bien es cierto que la actitud de Montaigne no es intrínseca al escepticismo, lo contrario podría revelarnos un dato, a saber: el romanticismo de todo movimiento revolucionario, y como consecuencia, su fatal dogmatismo. Este "fatal" dogmatismo no es desde luego un término moral. Ridículo sería juzgar a una doctrina fuertemente estructurada con los medios de un relativismo débil y ambiguo. Por lo tanto el relativismo tiene que callar y dejar hacer a este romanticismo.

Para mí, esa es la esencia de un cinismo escéptico que quiere revisar que en el fondo del problema no haya un fundamento farsante. El dogmatismo es algo esencial a todo movimiento revolucionario que se precie, ya sea en el pensamiento, en el arte o en cualquier otro asunto debido a que reafirma la necesidad, ya sea racional o irracional, de una esencia o fundamento poderoso bajo el cual los fenómenos han de callar momentáneamente. Todo acto de rebeldía en ese sentido es profundamente conservador, está teñido de la nostalgia de un régimen mejor. Pero, en contra del idealista habitual, el cinismo al que me refiero admitiría el idealismo no en base a su posible legitimidad epistemológica, sino precisamente en base a su pura irracionalidad, a su existencia, y no a su racionalidad, a su ímpetu y acción, y no a la verificabilidad de su teoría.

Este tipo de comportamiento está basado a su vez en la necesidad de una epoché escéptica continua que no necesariamente ha de convertirse en fin, pero que juega como medio en el que aún uno puede acometer la empresa de una difícil libertad, que por ser genuina, no está exenta de contradicciones. En esta libertad el escéptico mira con sospecha todo movimiento que aún en su negatividad esconda falsos fundamentos en la forma del anti-fundamento, y prefiere por ello la ingenuidad romántica cuando ésta adquiere caracteres de fuerza y movimiento. No es, por eso, un romántico este escéptico, como tampoco es un escéptico absoluto, sino temporal. Tal espíritu espera incómodamente una respuesta que le satisfaga en la antesala del sufrimiento.

No hay aquí interioridad ni comodidad como la había en Montaigne, sino el temor a una posible caída en la locura, una vez hemos roto todas las murallas de los fundamentos que nos sostenían. Este sufrimiento es una espera dolorosa, es cierto. Pero quizás sea la única libertad, ahora bien: libertad que precisamente por su posibilidad es reducida, acrisolada entre los difíciles caminos que hacen del pensamiento un enjambre ruidoso en las tinieblas.

lunes, marzo 19, 2007

Dialéctica del error

Si pensar es, en efecto, difícil, ello no puede ser sino la consecuencia de que la gran mayoría de nuestros razonamientos estén sometidos al error. Abstraerse de la cotidianidad de nuestras convicciones para sumergirnos en el pensamiento significa crear un espacio entre las proposiciones que tejen la urdimbre de nuestros engaños.

Y sin embargo, resulta a su vez difícil concebir el error, si es que el razonamiento y el lenguaje forman nuestra realidad y no simplemente la señalan. Pues si el error forma parte, en su forma lógica, del entramado racional, y éste a su vez se confunde con la realidad, es preciso suponer que no exista un error como tal, un error al menos imaginado como referencia falsa a la realidad. El error sería tan constitutivo de la realidad como lo es la verdad, abriría un hueco en el que su propia estructura fuera tan válida como la estructura de la verdad.
Si el lenguaje y la realidad se hallan indisolublemente ligados, el error no será entonces sino una nueva realidad, una nueva urdimbre o tejido que deberá ser respetado en su particularidad.

Cuando se trata de la estructura metafísica del mundo, el error parece desvanecerse. No cabe duda de que en la configuración de los actos cotidianos y mundanos el error tiene sus reglas, y por ello ha de establecerse con una posición determinada. Esto quiere decir que mientras es posible demostrar inmediatamente un error en el nivel pragmático del significado, tal condición se muestra irrelevante en su aspecto metafísico. En el terreno de los fundamentos últimos el error se desploma como se desploma la verdad, cediendo un espacio individual e inalienable, que es el espacio tanto de la libertad como del vacío.

Pero incluso en la vida cotidiana el error tiene un carácter único. Si el proceso del pensar como un acto separado momentáneamente de los objetos que lo inundan se considera habitualmente extraño y alejado de la existencia, no es por otra razón que porque en el acto de existir estamos superados por el pensamiento y no tenemos un control directo sobre él. En la mera existencia cotidiana, el error es el tejido del que se alimentan nuestros actos. El error cotidiano es verificable y a la vez fundamental. El error metafísico es indemostrable y a la vez etéreo, intangible. Ello quiere decir que el error tiene un doble valor: de elemento en la vida cotidiana, de obstáculo en el acto de la reflexión.
Entre estos dos errores tiene que vaciarse y llenarse de continuo un pensamiento que oscila entre el letargo de la certeza y la lucidez de la ignorancia.

No es posible rebelarse contra el error de forma violenta. Es preciso, por tanto, elegir un camino menos doloroso, un camino que no nos precipite hacia el vacío de lo incognoscible. Pretender por todos los medios un conocimiento de lo enigmático en el mismo sentido en que podemos obtener una verificación del conocimiento inmediato es descabellado. Se ha de esperar a que el tiempo aclare de alguna forma el lugar y la posición del tablero en el que jugamos.
El error nos sostiene a la vez que es condición de posibilidad de la verdad. Ello no significa que debamos quedarnos anclados en él, pero al mismo tiempo tampoco suponer que alguna vez podremos deshacernos de una forma absoluta de sus telarañas. El movimiento de oscilación entre la claridad que otorga lo desconocido y la tautología infinita de la cotidianidad debe saber no desesperarse ante la exigencia de una solución.

Esto es menos que un consuelo, aunque la culpa no la tenga nunca el razonamiento. Si una virtud hay en el acto de filosofar, es precisamente poder atentar contra el imperio de las convicciones. Ahora bien, que nadie se engañe: probablemente nuestras convicciones sean inamovibles, aún cuando pensemos que se hallan con razón fundamentadas. Pero quizás el razonamiento logre, sino destruir, al menos hacer tambalear esos edificios irracionales que se mueven en el fondo de las sombras, aquel lugar en el que nuestra presencia absoluta estará vetada para siempre.

La época desconocida

Si se ha podido decir que Nietzsche representa un punto de inflexión en la filosofía tradicional, no es menos cierto que a partir de él ésta toma un rumbo completamente peculiar en el que una de sus características es la de la necesidad de renovar constantemente el pensamiento filosófico. Esta renovación no es una simple reanimación de ese pensamiento, que quizás habría quedado estancado en algún punto anterior, sino, al contrario, se trata de una destrucción absoluta del pensamiento tradicional que tiene sus máximos exponentes en autores como Heidegger o Derrida.

Es curioso observar que el primer autor que pone al revés el sistema de la metafísica, el propio Nietzsche, sea considerado precisamente como un epígono de la misma por el segundo demoledor del pensamiento occidental tras él, es decir, Heidegger. Pero lo más espectacular es que esto no acaba con Heidegger, sino que el mismo Lévinas vuelve a colocar en jaque el propio pensamiento de Heidegger denunciando su unión relativa a la metafísica tradicional, de manera que es ya urgente preguntar hasta qué punto esta sucesión de acusaciones tiene sentido o de veras hace justicia a la temática propuesta. Con Lévinas, a la problemática ontológica se sucederá la ética, instaurando ya el fundamento definitivo que completa el pensamiento occidental como un pensamiento antifilosófico por excelencia.

Junto con esta destrucción de la metafísica se observa un intento por rescatar el origen. En todos los casos, cualquier destrucción de tal calado implica, como es necesario, un recurso al origen como espacio en el que aún no se habría oscurecido por completo el pensamiento; un volver, por tanto, que se considera siempre inicial: este es también el hilo conductor de la filosofía de Husserl, que en su obsesión por “las cosas mismas” se exige siempre un volver a la problematización primera de la cuestión, elaborando una espiral de pensamiento en la que el inicio siempre adquiere caracteres nuevos y una significación actualizada, pero a fin de cuentas, un nuevo fundamento que problematiza su continuación.

En todos los casos, ya se trate de Husserl, Heidegger o Lévinas, el inicio y la deconstrucción del pensamiento son en cierta manera inevitables. Ello quiere decir que también hemos inaugurado una nueva forma de pensar, con ciertos matices, pues todavía queda por demostrar hasta que punto es posible un pensamiento de este tipo, pero lo que se dibuja más claramente, más allá de cualquier especulación acerca de la validez del nuevo pensamiento es la crisis peculiar de Occidente, cuyas manifestaciones son explícitas en la filosofía actual.

Vuelta a un origen perdido y reconstrucción continua de los pilares de la filosofía. Reconstrucción continua que no se acelera hasta una forma definida, sino que retrocede otra vez hacia el origen, como una máquina repetitiva que sea incapaz de sujetarse a sí misma. En esta fase de experimentación podemos también obtener respuestas ricas, desde luego. Hay que aprovechar esta divergencia con el pensamiento tradicional para sacar provecho de las nuevas perspectivas. Pero la cuestión es hasta qué punto no estamos siendo arrastrados por el espíritu del siglo o hasta qué punto son viables los programas propuestos.

O, para ser más precisos, sería necesario preguntarnos hasta qué punto podemos deslazarnos de lo que la filosofía postmoderna en general considera como tradición metafísica; ¿Podemos desechar ya a Platón, a Kant, a Hegel? ¿Podemos determinar con absoluta certeza que no existe solución de continuidad en sus programas, que sus cuestiones ya no tienen sentido en nuestra época? Pero entonces lo que es preciso es adivinar qué época vivimos, rescatar sus rasgos más vistosos y centrarnos en el problema de nuestro tiempo.

Tras la eclosión de la polis griega, se hace manifiesta la crisis de la filosofía. El sincretismo llega a su punto máximo en Filón de Alejandría; se trata de un sincretismo que avalarían en su versión contemporánea las filosofías de la postmodernidad, en su tendencia a la mezcla y a la contaminación. Sin embargo, el pensamiento clásico suele estar siempre presente en los períodos en los que la Historia ha producido sus mejores realizaciones. El rechazo a esa tradición configura quizás la oscuridad parcial de nuestra época, como oscuridad no desde luego definitiva, o no sólo, sino como un espacio también para el ensayo de un nuevo pensamiento.

De manera que es posible pensar que esta crisis sólo sea un proceso necesario en la formación de una conciencia que coincida con la época que ella vive. Y una época mejor no debería despreciar el pensamiento antiguo, desde luego. La renuncia a la tradición implica un romanticismo que tampoco es el propio de este siglo. Así que hemos de buscar el carácter de esta época en otro lugar, quizás un lugar nuevo. Pues aunque de hecho es cierto que esta época comparte caracteres con el Romanticismo, no menos cierto es que se desprende de él al inaugurar un nuevo pensamiento. Lo que queda, por tanto, por dilucidar, es precisamente el carácter de nuestra propia época, y si el pensamiento que la secunda es viable como programa, lo cual implica a su vez la pregunta acerca de si es viable el programa contemporáneo de nuestra civilización, y por tanto, su supervivencia.

jueves, marzo 15, 2007

Obstinación

Lo que hace verdaderamente insólito el mundo, y que al mismo tiempo le da el carácter de problema es la imposibilidad de su fundamento absoluto aún cuando esté empeñado el esfuerzo humano en conseguir tal esencia fundamental. La imposibilidad del fundamento absoluto no es una quimera o algo sin importancia. Puede generar verdaderos conflictos en los que la misma posición del sujeto en ese mundo se vea afectada, y con ello el mundo mismo. Veámoslo.

Hablamos aquí de irracionalidad del mundo no como ausencia de una teleología propia del mundo, como una ausencia de fundamento metafísico, sino, al modo de la duda absoluta, nos preguntamos qué validez tiene lo que perciben nuestros sentidos, nuestras suposiciones racionales acerca de la verdad de las proposiciones que fundamentan nuestro mundo.

Hay que volver de nuevo a Wittgenstein. No porque estemos de acuerdo con él ni porque nos guste su forma de filosofar. Sino porque ha sido Wittgenstein quien se ha ocupado de los problemas relativos a ese fundamento absoluto del mundo y lo que de ello se deriva. En sus escritos cercanos a la muerte, aborda el filósofo los asuntos que tienen que ver con la certeza y deduce dos cosas al menos: la primera, que no tiene sentido tematizar aquello en lo que estamos envueltos, a saber, las reglas de juego que deciden sobre lo que conocemos; pero por la misma razón, que tampoco podemos alcanzar un saber sobre la realidad que tenga un carácter de conocimiento verídico.

El ansioso, el místico, el religioso, etc. Todos buscan el punto último y fiable en el que no sea posible continuar la cadena de dudas. Todo el escrito del filósofo vienés evidencia una necesidad constante de razonar lo inevitablemente obvio, pero es que es justo en lo perfectamente obvio donde se cuela la duda irracional, perfectamente legítima en cuanto que el mundo no se ha cerrado todavía sobre sí mismo de manera que sea posible una ciencia sobre él.

Quisiéramos, por tanto, un punto en el que, aún dudando de las proposiciones más obvias y fundamentales, nos condujésemos a un suelo en el que ya no sería posible la duda. Pero la irracionalidad siempre puede socavar ese punto, haciendo de la empresa racional un abismo sin fondo. Wittgenstein lo sabe, pero también sabe que si aceptamos las reglas de juego racionales hemos de aceptar la necesidad de razones suficientes para dudar del mundo. Y con ello la irracionalidad, o más bien, la posibilidad de la irracionalidad, no ha hecho sino empezar. Quizás sea imposible salir de este juego infernal; quizás por eso cada vez que jugamos en él caemos en su círculo vicioso, en su espiral sin límites.

También dice Wittgenstein que de una convicción no se sigue un estado de cosas. Pero, ¿qué le importa eso al loco, al extremista? Seguirá afirmando el solipsismo aunque todo vaya en su contra. Y es aquí donde quizás podamos conformarnos con algo. Una “demostración absoluta”; si no existe tal demostración, ¿cómo podremos estar convencidos de que esto o aquello es de veras un error? Y la respuesta es: no podemos estar convencidos. Ello no deslegitima la razón. Tampoco nos condena a la irracionalidad, aunque no nos proporcione una certeza. La respuesta del vienés es que la duda “ofende”: estamos jugando en todo caso mal el juego. Esos juegos de vida, en cierta forma, no pueden ser atacados en su seno no tematizable como no es atacable una proposición matemática. Pero aún el obstinado quizás no se de satisfecho con esto. Al fin y al cabo, nada que pertenezca a la vida o al mundo en su sentido metafísico tiene siquiera un pequeño paralelo con las matemáticas. Las matemáticas son como las Ideas de Platón: lejanas y perversas, insolidarias con el sufrimiento humano.

No; tiene que haber un punto donde sea preciso parar la cadena de dudas. Aunque quizás no sea posible. Quizás en eso consista el infierno. En el infierno no cesan nunca los tormentos. Hay que aprender a vivir como en un infierno, un infierno de dudas. Comprender el carácter cíclico y terriblemente absurdo de la justificación de una fundamentación absoluta.

¿Por qué absurdo? La fundamentación absoluta que exige el irracional es una pura contradicción, eso es todo. El que sospecha que el mundo oculta un sinsentido profundo, el que niega que la mesa se halle ante sus ojos, el que dude de que tiene un cerebro (ejemplos extremos de este tipo de escepticismo), porque el devenir no le ofrezca razones para suponer que debajo exista una fundamentación teleológica o con sentido del mundo, y por ello mismo pueda pensar que el mundo consista en una voluntad irracional, en un engaño o una artimaña maligna, es el primero que apuesta por la razón.

¿Paradójico? No tanto. A fin de cuentas, ¿qué mayor razón existe que aquella que proporciona los cimientos de todas las razones?
Lo que ahora ha de preguntarse el obstinado es si serán suficientes las razones que esgrima para afirmar la irracionalidad del mundo toda vez que admite que exige una razón fundamental. Lo que ha de ver es si aceptaría una respuesta irracional a su pregunta fundamentada en la absoluta razón. Entonces quizás desconfiaría de la supuesta irracionalidad del mundo porque en efecto le faltarían razones para sostenerla y no tendría tantas razones en contra que pudieran parangonarse al absoluto que exige. Y es que ya se halla en la trampa. Lo que pensó completamente absurdo tenía la forma lógica de una paradoja monstruosa.

Trampas del lenguaje, del pensamiento. Quién sabe. Todavía se podría seguir la cadena de las dudas. Pero ya ni siquiera aquí tendría cabida ningún argumento con sentido (ni tampoco ningún sinsentido). Ello sigue manteniendo el pequeño espacio de la posibilidad extrema. Pero no ya bajo la necesidad de una fundamentación a causa de la supuesta irracionalidad del mundo. Y es aquí donde el obstinado tiene que ceder, al menos por un momento, a su trágico sentido común.

miércoles, marzo 14, 2007

Yo y el Otro (II)

Las posibilidades legítimas de la relación con el Otro se hayan horadadas en el propio seno de lo Mismo que lucha por su identidad. Cuando Lévinas dice que "la tematización y la conceptualización no son una relación de paz con el Otro, sino supresión o posesión del Otro" quizás no sospecha que ésta sea la única forma de relación con el Otro, y aún más, que el poder no sea la última instancia volitiva del Yo, sino quizás una consecuencia de otra cosa no examinada.

En la pluralidad o inestabilidad del Yo aún nos encontramos en lo Mismo, dice Lévinas. En efecto, sólo que hay que precisar que esa alteridad perteneciente a lo Mismo no es una simple doblez del Yo, sino algo mucho más peligroso y sustancial. El Yo finalmente encuentra su reflejo gracias a esa doblez interior pero exterior a sí, y también su descomposición. En nuestro mundo nos comportamos como poseedores de lo que nos rodea, es cierto;en cuanto poseedores, hemos de forzar el vínculo de la exterioridad y reducirlo al Yo. Esa sería, según Lévinas, la tendencia de la filosofía desde Platón a Heidegger como prioridad de la ontología frente a la metafísica.

Frente a la actividad se propone, por tanto, la pasividad, el dejarse imbuir por la exterioridad y la trascendencia. Aquí, sin embargo, topamos con la estructura de la identidad. Lo que se quiere idéntico no puede soportar la alteridad como un darse por completo en la bondad y la justicia. No puede hacerlo no porque el Yo esté cargado de intenciones ególatras, sino porque su propia estructura depende del control sobre la exterioridad. En el momento en que ello se logra, es posible una relación de amor y comprensión con el otro, siempre comprendiendo que ese Otro va a quedar disminuido en su totalidad; la identidad se forja, por tanto, con el previo componerse del Otro, pero no como una apertura total que parta del Otro hacia el Yo, sino como una relación de tensiones en la que el Yo se busca a sí mismo en la imagen que le ofrece la alteridad.

Una vez ha logrado esto, dentro de lo Mismo, el Yo puede moverse y decir: "este es mi mundo". Es verdad que ello implica una relación de posesión. Pero por fin podemos ir más allá y preguntarnos, ¿qué significa la posesión? La posesión no es una voluntad ciega y ególatra, sino que implica algo de más calado, en concreto: la estructura natural de toda identidad que en su mismo centro está contaminada por una patología. Tal patología es la respuesta hacia un mundo que todavía no es nuestro. Con la palabra nos adueñamos del mundo, un mundo que nos asusta en su alteridad. Nosotros mismos en nuestra propia extrañeza necesitamos de ese vínculo con lo Otro pero sólo en la medida en que ya estamos reflejados en él mediante una relación de posesión. Una vez que estamos constituidos por el Otro en lo Mismo, es decir, una vez que con los elementos heterogéneos hemos reflejado en el espejo nuestra identidad, podemos dar el paso siguiente a la relación de paz con el Otro.

Lo extraño nos produce miedo. El mundo no es nuestro mundo hasta el momento de su posesión, lo que significa que tenemos miedo hacia el mundo y el poder es la forma en que podemos sentirnos tranquilos. Necesitamos, por tanto, para llegar a un umbral de unidad, un mundo en el que podamos sentirnos habitantes legítimos. En la raíz de la relación de poder se halla el miedo (¿patológico?) hacia ese Otro que por principio nos amenaza como potencial destructor de nuestra identidad. Sólo entendiendo que el poder procede del miedo podremos ir en dirección de este miedo para hallar sus últimas causas; y sólo desde aquí quizás sea viable una alternativa de justicia y no de poder en la relación con el Otro.

martes, marzo 13, 2007

Crepúsculo del hombre pensativo

Desde Platón, estamos obligados a asignar un cierto grado de realidad al error, incluirlo en una forma disminuida de la existencia. La borrosa frontera entre esa forma disminuida y la inclusión propia de ella en la existencia plena es enormemente débil, y sin embargo separa lo que habitualmente llamamos razón o cordura y delirio o locura.

El razonamiento es entonces un cauce abierto en el lecho de la sinrazón que se nutre de sus escisiones. Esta negatividad convierte en un problema cualquier ejercicio racional, al tiempo que es condición de posibilidad suya. La teoría de la oposición de signos de Saussure como condición de su significado es universalizable a la relación entre razón y sinrazón. Cuando Epicuro se pregunta cómo es posible el mal si Dios existe, a continuación se replica a sí mismo con la pregunta de cómo sería posible el bien si Dios no existiese. La divinidad, no obstante, ha abierto el cauce de la irracionalidad al permitir que la oposición sea un fenómeno natural; sin ella, la filosofía no existiría, pero con ella el intelecto y el espíritu humano han sufrido sus abismos más dolorosos y terribles.

El ejemplo del poeta Friedrich Hölderlin en sus años de locura es una muestra interesante acerca de este problema. En sus luchas interiores, desequilibradas por una inteligencia desgastada, el poeta acostumbra a afirmar violentamente y a negar a continuación, según informa su amigo Waiblinger. Cuando afirma “Los hombres son felices” a continuación replica “los hombres son desgraciados”; en Hölderlin aprendemos que la locura tiene la forma de lo que los psicólogos han querido llamar “mensajes de doble vínculo”, es decir, mensajes emitidos por un emisor a un receptor que son en sí mismos contradictorios, creando así un conflicto en el receptor, un desgaste en el razonamiento, al no saber dónde dirigir exactamente la mirada.

Más allá de esto, pero conservando el ejemplo, la estructura del mundo gusta de manejarse con ese tipo de mensajes. No sería difícil obtener una serie de proposiciones descriptivas del mundo que se fallaran a sí mismas en una rueda confusa y desorientadora de contradicciones continuas. Esto a su vez es la posibilidad de la razón, que puede medirse con la mentira en una lucha complicada, pero también la posibilidad de la locura, que está impresa en la exposición indiscriminada de la descripción del mundo.

Sus contemporáneos dicen de Hölderlin que poseía un gran espíritu de negación. Hölderlin no consigue, como Hegel, superar la fase puramente negativa del movimiento de la inteligencia para pasar a una síntesis superior. Al contrario, lucha encarnizadamente entre la tesis y la antítesis, sin encontrar el remedio que le haría trascender esta dialéctica ruinosa. No ha sido el amor el que ha destruido al poeta, dicen, sino su gran conocimiento, su sabiduría. El apego desmedido en su sinceridad a una conciliación vital entre las acciones particulares y una comprensión del mundo que se quiere entera con sus contradicciones reales conlleva sufrir un duro golpe del que uno no puede ya levantarse con facilidad.

Todo esto indica el peligro de pretender ser puro en todos los campos de la vida, en pretender la verdad de forma incondicional. A tal intento heroico corresponde un no menos heroico sufrimiento. Hölderlin lo sabía, pero creía que el hombre puede, con su esfuerzo, llegar a ser un dios. Y en ese intento por ser un dios Hölderlin mismo reconoce que ha sido “tocado por Apolo”: a partir de ahora no sólo conocerá el camino del razonamiento, sino que dudará de él y entenderá de manera cabal la debilísima consistencia de nuestro mundo racional, de lo que entendemos por realidad.

Cuando las aguas de la razón se han desbocado de su cauce, surge la falta de confianza en aquello que nos sustentaba. Solamente hemos cambiado de lugar, esa es la realidad. No es que antes estuviéramos más cercanos a la realidad, o incluso dentro de ella. Las diferencias se han trastocado y estamos más cerca del error, y por ello, lo comprendemos mejor. El río de la razón originaria queda más lejos y cada vez más aparece como una sombra.

A Hölderlin le sucedió lo que el verso de Trakl intuye para sí, “ya es crepúsculo en la frente del hombre pensativo”. Quizás todo pensador tenga su natural crepúsculo como todo día su advenimiento nocturno. El viejo Hölderlin, solo, incomunicado, separado de los hombres, es capaz también de decir: “Ahora que habito en soledad, es cuando comprendo a los hombres”. En esta noche interminable del alma, el loco suspira las verdades más espeluznantes, apartado de la realidad, mientras rompe los pétalos de una flor descolorida, y aún así, o precisamente por eso, sabe comprender la esencia de la razón: “Esta mañana la fuente de la sabiduría estaba envenenada y los frutos del conocimiento son sacos vacíos, engaños.”
Sólo desde el otro lado se pueden ver, bajo ciertos destellos y en la semi oscuridad, la esencia de una verdad que queda siempre al margen de los intentos y esfuerzos del hombre racional.

lunes, marzo 12, 2007

El enigma

"La razón llevada a sus límites, topando con los límites. El místico es aquel que enmudece porque se topa con el decir que se dice a sí mismo". (Chantal Maillard).

“El enigma no existe”, acaba sentenciando Wittgenstein en su Tractatus Logico-Philosophicus”. El positivista convencido ya conoce la realidad, está frente a sus ojos: en última instancia, es posible describir el mundo mediante un uso correcto del lenguaje, y por tanto, podremos hacer una ciencia de ese mundo, tener un auténtico conocimiento de la realidad.

Qué lejos estamos ya de estos planteamientos. En nuestra época, deben sonar como una canción de cuna para filósofos aficionados. Al viejo poeta nada de esto le parece más falaz, ni la más desmesurada de las elegías. Una vez uno ha conocido el escepticismo, no hay vuelta atrás. Los ídolos de la infancia desaparecieron. No es que no se pueda encontrar un candidato al sentido, que estuviera aún oculto o que aún pudiera ser buscado. El problema no es estrictamente del candidato sino del sentido; da igual que haya demasiados sentidos o que no exista ninguno, como da igual conocer la realidad que no conocerla, siempre entendiendo que un conocimiento de lo real como lo “actual” en sentido positivista sigue sin extasiarnos lo suficiente, puesto que en su llana positividad sigue quedando oscuro su sentido. También da lo mismo que el razonamiento sea eficaz como una hipótesis inteligible. Porque sabemos, intuimos, y quizás sea lo único que no nos haga dudar, que ese no sería el criterio de validez de la verdad o el ropaje con el que se nos presentase.

No, no existe criterio más eficaz que la convicción. Las convicciones se pegan al alma de una forma que ningún razonamiento puede lograr, de ahí que tampoco puedan ser consecuencia de la razón. Una convicción no se labra con la maestría del razonamiento. El razonamiento filosófico elude una última convicción; esa es su virtud, pues así da margen a que el mundo siga desarrollándose desde múltiples perspectivas, anclado en una indefinición que es movida por el propio pensamiento, haciéndola viva y consistente. La convicción inunda el alma del sujeto no con la fuerza del razonamiento, sino con el drama incomunicable de la posesión, de la pasión. Tal pasión es el origen del axioma indemostrable: la piedra primera del edificio de nuestra racionalidad no puede ser a su vez iluminada, como ella ilumina la arquitectura de la vida; ha de quedar oculta, inaccesible; pero sólo oculta en su propio sistema, y visible para los demás, que acaso hayan colocado como piedra angular lo que en el anterior sistema era sólo la cúpula. Y bajo el remolino de los hierros del razonamiento, queda un sordo golpe en el aire, un vacío. Las palabras se las lleva el viento, también los razonamientos.

El mutismo de la locura habla más que todas las palabras juntas. El estado catatónico no es sólo el silencio de la más absoluta prudencia, sino una voz que se eleva indestructible sobre el ruido de los demás, sobre la palabrería insensata de los seres racionales. En la película Family Life de Ken Loach la joven enferma queda muda ante un mundo cargado de contradicciones que a su vez está regido por los que ella, a causa de su educación, considera que son los bien encaminados, los seres racionales, las legítimas autoridades, donadoras del sentido. Su mundo de mensajes contradictorios, su incapacidad para donar sentido a un mundo, la claustrofobia que siente la protagonista pasa por la fase necesaria de una rebeldía descontrolada para terminar en el mutismo. El silencio. Un silencio en el que se pueden escuchar las voces de los demás como meros murmullos, que sólo demuestran su inutilidad, su vacío, su esterilidad patológica.

El silencio hace aquí de altavoz o de visor estratégico que pone en evidencia la estupidez humana. Los razonamientos y las posiciones dogmáticas que creen saber algo sobre un objeto llamado “mundo” se revelan meros chismes incoherentes, cargados de ingenuidad y de una oscura esperanza. El razonamiento constante sobre algo cuya esencia nos queda completamente velada es el modo existencial en el que el hombre se pro-pone en el mundo, se instaura a sí mismo. Por tanto es una forma de sobrevivir y no un método para alcanzar un conocimiento del que no sabemos nada.

El escéptico se introduce en un mundo peligroso que le deja al margen de la muda racionalidad humana, y entonces comprende lo que para él ya no viene como instaurado desde una razón o una cadena de razonamientos, sino como una pasión en la forma de la convicción. Una convicción que, al contrario que cualquier otro tipo de convicción, raíz del dogmatismo, solo sabe una cosa: que el proceso de la razón desplegado en la historia humana evidencia por su propia naturaleza la natural indeterminación del mundo, y que por ello mismo tal indeterminación no es accesible por el modo de la razón.

“El enigma existe”, esa es la otra convicción del escéptico, la convicción de las no-convicciones, la última indeterminación característica del mundo que permite hablar de un enigma. Estamos hablando de un pensamiento negativo, de una forma de filosofía negativa en el sentido de que no se pronuncia sobre la existencia positiva de un conocimiento sobre el mundo; la única que quizás nos enlace a esta tierra indefinida, abstrusa, y que siempre queda velada a ese ente particular y arrojado a la paradoja que es el ser humano.

jueves, marzo 08, 2007

Apunte sobre la naturaleza humana y Dios

Es preciso insistir en el malestar ontológico que se origina con la introducción del concepto de Dios, con la posibilidad de su existencia; el sentido no viene dado por Dios, más aún, se arrebata a la vida su no coincidencia originaria, su caldo infinito de misterio, sus más fantásticas posibilidades, con la introducción de un sentido creado en el que el hombre no puede utilizar su libertad sino como medio de reconocer la supremacía de su creador.

Y de la misma manera como damos por natural todo lo relacionado con lo que completa al hombre y lo sitúa en su estadio propio, también se nos hace incomprensible el hecho de que tal esencia estuviera alejada de él de manera que pudiera ser posible siquiera que un solo hombre en el transcurso de su vida no hubiera comprendido con mediana lucidez que es aquello que le faltaba para alcanzar la completitud, pues en la medida en que aquello debe ser vinculante al hombre, y en la medida en que la vida misma también lo es, ambas necesidades no pueden quedar escindidas; debe admitirse que si existe una naturaleza humana en la que sólo una serie de hechos son verdaderos, por oposición a todos los demás, no puede ésta hallarse en los recovecos más extravagantes con los que el pensamiento del hombre ha lidiado, a saber, Dios y la teología. La insoportable presencia de Dios, su áurea perfección que nos señala como seres inferiores a él, la íntima imposibilidad entre la necesidad de la libertad y la de completar tal supuesta naturaleza, haría de la existencia misma un monstruoso campo de experimentos en los que un ser asimismo monstruoso habría llenado de incompatibilidades naturales cada hueco de la vida, cada eslabón con sentido, siendo él solo un artífice que el pensamiento de la libertad no podría soportar, no querría soportar.

Lo que se hace en realidad es despojar la vertiente más fructífera del hombre que quiere ser filósofo, esto es, la libertad intelectual de poder considerar la existencia en toda su profundidad, (lo cual conlleva, sin lugar a dudas una actitud moral, una auténtica moral, que ya no necesita de reglas porque se sabe gratuita y no forzada), de utilizar el armamento de la razón y la lucidez ambigua de la sensibilidad para poder habitar distintos mundos dentro de este mundo, para en definitiva, enriquecerse en el mundo. La propia exigencia del hombre, esto es, lo que le reclama la vida al hombre en cuanto autenticidad apropiable es la idea infinita de enriquecimiento, de capacidad de ampliar sucesivamente el pensamiento a medida que el organismo crece en su propia fisiología, esto es, la aceptación de que el pensamiento es en el hombre correlato de su corporalidad y que, sin agotar ésta a aquel, ambos se crecen en cuanto potencialidades que pertenecen al enriquecimiento propio del hombre.

Es preciso para ello catapultar la idea de Dios y de destino, la idea de pertenecer de pronto a un relato construido a priori y en el que la imaginación humana queda despojada de su crecimiento, rendida a un plan prefijado y a un sistema cerrado y coherente, en el que su pensamiento coincide con la realidad no porque aquel haya tenido la facultad de crearla o llegar a ella mediante su propio impulso, que es lo que caracterizaría la verdadera libertad, sino simplemente porque ya estaba dado de antemano que existía un único eslabón en el que la razón tendría que reconocerse, admitiendo la pluralidad o el infinito como falsos caminos que sin embargo, tienen su existencia propia , lo cual nos lleva a la paradoja de que también Dios habría creado tal falsedad, en cuanto que si la verdad venía de antemano prefijada en la estructura racional como encuentro insoslayable, a su vez también debía estar prefijado el camino de la falsedad, lo que convierte de pronto a Dios en el creador de una y otra cosa, de la verdad, y de la capacidad de la búsqueda hacia lo falso… de la misma falsedad.

Es necesario y es urgente, dilapidar la conciencia moral que funciona mediante reglas universales y apriorísticas y externas a la propia investigación del existente en cuanto que existente, del hombre finito que doblega su voluntad y explota su libertad hasta el límite de sus posibilidades. Urgente romper automáticamente con estos discursos que extravían la razón ( o someterlos con ella misma, para demostrar que se puede utilizar contra la existencia de Dios el mismo recurso que el supuesto Dios nos habría donado); es más: romper con la exigencia de una moral que emerge como temor profundo hacia una divinidad terrorífica, ( todo aquel ente que amenaza la libertad del hombre es terrorífico), para alcanzar un estado de mediana felicidad, para saberse no responsable ante nadie excepto frente a uno mismo, y aún con ello exigir la demostración de esta responsabilidad… el sentido no puede quedar en manos de un destino, en el que nuestra libertad está sellada ya desde el principio, y más aún, nuestra capacidad de disfrute de las cosas, de no saberse ligado a nada y por ello mismo estar ligado a todo de una forma mucho más sincera, a saber, la que nace de lo gratuito, propia sólo del sabio y del verdadero hombre…

martes, marzo 06, 2007

Pedagogía del sufrimiento (II)

Sin duda, si algo hay que agradecer a los estoicos no es su física ni su teoría del conocimiento, sino su ética, su capacidad de enfrentarse a todo aquello que puede producir sufrimiento en la vida mediante una actitud que en su paciencia y serenidad llega incluso a eso que sólo habríamos concedido a los propios héroes. Pues tan sobrehumana es la actitud de los estoicos como sobrehumano el arrojamiento y valentía de los genios militares.

Los griegos ya tenían, sin duda, una actitud de desprecio ante las pasiones. La apatheía era fundamental en la vida de los griegos, que centraban el valor en el logos y en la razón. Como ejemplo, fue proverbial la serenidad de Pericles ante la muerte de sus hijos. Epicuro desprecia la muerte y las pasiones desenfrenadas como medio de alcanzar la serenidad del alma (ataraxia). Todas estas enseñanzas no son una especie de huida para afrontar la realidad. Más bien parecen constituir una auténtica pedagogía del sufrimiento.

El temor, el miedo, quizás sea el sufrimiento más insoportable de todos. El miedo tiene además el añadido de que está coronado por una especie de incertidumbre insufrible. El dolor, sin embargo, es actual, es decir, está ya realizado, y de algún modo es preferible al miedo o al temor que desconoce lo que va a suceder.
Como ya se ha señalado en múltiples lugares, el hombre solamente es capaz de valorar óptimamente su vida en función o en relación con una carencia proporcional a su posesión. Esto, aparentemente irrelevante, es sin embargo fundamental. La valoración de la existencia debería incluir la posibilidad de su pérdida. Aunque esto sea imposible de lograr en principio, una vida equilibrada en ese sentido es capaz de hacer frente a las tragedias más grandes que puedan acaecer, y ello sólo es posible teniendo en suficiente estima la existencia, es decir, infravalorando la existencia, que al fin y al cabo, es aquel juicio que da un valor aproximativo a la vida. Por que solo mediante ese reajuste la pérdida no será tan grave y podremos llevar las penas con una mayor ligereza.
La situación actual de nuestra vida puede ser ciertamente penosa, y ciertamente será menos penosa comparada con otra aún más penosa. Pero sólo un largo tiempo en esa situación más penosa nos hará comprender lo que perdimos, y también sólo por un corto espacio de tiempo. La situación actual, aquella en la que nos vemos invadidos, termina por cerrar su propio horizonte y cualquier comparación resultaría espuria.

Ese es el motivo de que exista dolor tanto en aquellas existencias que consideramos sublimes y perfectas, como en aquellas que consideramos las más miserables de todas. Es más, no es posible determinar con justeza dónde existe más dolor. Dado que cada vida produce un horizonte que está cerrado a las valoraciones, no queda más remedio que romper el cauce habitual de la vida para establecer una diferente valoración. Pero no es que con ello el hombre haya aprendido. Es, simplemente, que se le ha presentado con total claridad una diferencia proporcional que ilumina con luz nueva, (pero cuidado, no por ello más verdadera), un nuevo aspecto de su existencia. No existen existencias mejores ni peores ni valoraciones más ajustadas. En ese sentido, sólo existen horizontes que cada uno se ve obligado a liderar, desde su razón y su justicia particulares.

Ninguna ética puede librar al hombre individual de sus cargas, de sus responsabilidades, de sus decisiones. Al final, él se halla sólo, él y su valentía o cobardía, su entereza o su frivolidad. Pero también puede utilizar ese relativismo propio del valor de la existencia para menguar sus penas y sobrellevarlas. No se trata solamente de un artificio falso, pues en cualquier caso, nuestra vida, por muy maravillosa que sea, siempre será menos valiosa que una existencia imaginada en la que las carencias actuales que tenemos no existieran. Desde esa óptica, podemos llegar a una conclusión media en la que comprendamos la futilidad de la vida, lo maravillosamente absurdo de todo y por tanto, quedemos al menos justificados en nuestras decisiones frente al mundo entero. Una óptica en la que el sufrimiento se vea un tanto relegado, en la que tengamos fuerzas suficientes para derrotarlo.

De ese modo podremos irnos también triunfantes gritando el absurdo de un mundo cargado de injusticias y de penas. Nadie podrá vencernos en ese juicio, pues nadie puede sustituir nuestra conciencia de lo justo en nuestras cabezas, esa conciencia con la que podremos siempre replicar a un mundo absurdo su falta y carencia fundamentales, su locura, su negligencia. Quizás no sea ésta una gran despedida. No existen grandes despedidas estoicas, sino sólo silencios llenos de meditación y reflexión. Un silencio y una acción que tomar con todas las consecuencias. Eso es la ética, la acción en la que, como el poeta con la obra de arte, el hombre se funde, uno y todo, hacia la última y más importante decisión de su existencia.

domingo, marzo 04, 2007

La pregunta

Sobre la pregunta se ciernen siempre enormes nubarrones. La pregunta quiere ser pregunta por sí y no por referencia a una respuesta que le diera legitimidad. Por eso el que niega a la pregunta la característica del sentido exhibe o manifiesta a su vez un origen distinto en el que la pregunta volvería a recogerse en una forma nueva, permaneciendo al fondo, como horizonte indestructible.

La pregunta sobre la esencia, por ejemplo, ha sido tachada numerosas veces como una falsa pregunta. También la pregunta por lo importante es entonces tachada, en el sentido de que no cabría interrogarse por aquella cosa que tuviera como esencia fundamental el ser la más importante de todas las cosas. Con ello no queda destruido el sentido, sino emplazado en otro lugar. El que niega el sentido de la pregunta por la esencia considera que tal esencia haya acaso de encontrarse en otro lugar. A pesar de todo, cada pregunta tiene su propia esencia, y acaso por esto una respuesta necesaria. Así, todo el movimiento del interrogar puede ser sin duda errante o fragmentario, como el del peregrino o el del solitario, pero en sí lleva ya su particularidad, es decir, la necesidad de una respuesta exterior a su esencia.

El preguntar se nutre de todas las carencias y debilidades humanas para manifestarse, es sólo el polo o correlato de lo auténticamente exterior, y en ese sentido una condición más de nuestra unión con el mundo. Por la pregunta penetro el mundo y lo hago manifiesto ante mis ojos. Toda la pluralidad de la pregunta al manifestarse nos revela la diversidad de caminos que existen en lo humano, caminos pavimentados por las señales y cruces de la contingencia. No hay nada más efectivo que la consideración de la composición de estos caminos para inadvertidamente rechazar la idea de una intervención de tipo divino como poder efectivo y consciente sobre el hombre. Ello no elimina la importancia de lo divino, sino sólo en cuanto espíritu consciente y antropomórficamente concebido. Lo divino permanece, pues es aquello que obtiene nuestra máxima consideración.

Pero más allá de esta importante distinción, se ensombrece la figura de un Artífice como creador, y no bajo argumentos sistemáticos, todos tan racionales como espurios en su inconclusión, sino por la simple y dramática rotundez con la que se presenta el mundo. El mundo muestra la composición de su camino, la arquitectura múltiple que condena desde su aparición la idea de un redentor y Artífice. Una vez recorrido cualesquiera camino, comprendemos su ser íntimo como una encrucijada de caminos y combinaciones, que por sí mismas permanecen en silencio. Es el hombre el que, a través de la palabra, del lenguaje o del poema, rescata del ser a su mutismo y lo aloja en el mundo. Es también entonces cuando la simple evidencia de las cosas nos convence de su peculiar autonomía, una especie de logos caótico y probabilístico.

Cuando el mundo habla y nosotros escuchamos, sentimos la presencia de lo divino, que no es producto elaborado de un creador, ni valor implícito en el mundo, sino comunión entre el hombre que hace hablar la cosa y la cosa que permite la pregunta.
Y obtenemos un silencio como respuesta que apunta a la posibilidad como la más elevada de las categorías. Nuestro mundo se revela como libertad sólo en cuanto que posibilidad. Por eso ha permitido acoger en su seno al creador, y no al contrario. Por eso ha permitido el deambular indiscriminado del interrogante, que se pierde en los caminos al tiempo que forja su destino.
Pues el silencio del mundo es un silencio enorme, cargado de palabras y sentidos.