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domingo, marzo 30, 2008

La fe fundamental

“No hemos alcanzado nada, porque nos hemos olvidado de ser Todo”. Así habla Emanuele Severino, uno de los filósofos más originales con los que nos podemos topar en esa marisma casi homogénea de la filosofía contemporánea. La propuesta de Severino adquiere una radicalidad insólita al tiempo que demuestra una creatividad poco común entre los filósofos de nuestra época.

Con especial atención al problema del lenguaje y a la idea moderna de que el sentido profundo de las palabras hay que buscarlo en sus raíces, Severino toma de Heidegger el método y de Nietzsche uno de sus mayores descubrimientos, el concepto de voluntad de poder, al mismo tiempo que se enfrasca en la problemática actual del nihilismo; pero todo ello fuera de las coordenadas de los autores contemporáneos, fuera de las habituales soluciones y alternativas a la pregunta que el nihilismo nos formula.

Lo que hace de la propuesta filosófica de Severino algo inverosímil es sin embargo lo que mayor valor le da a su filosofía: la consideración de que la antigua tesis del devenir de las cosas no es algo patente, sino una mera fe que ha consolidado las entrañas del pensamiento filosófico de Occidente. Con esa fe en el devenir ha crecido la semilla de la locura en Occidente, al elegir el camino de la noche de Parménides, el autor que siembra ambas semillas, la de la locura (el camino de la noche, que ha sido la elección de Occidente, y que se centra en la tesis de que los entes no son), y el de la Alegría (camino por cierto nunca seguido por ninguna cultura conocida, pues tampoco Oriente ha tomado la opción correcta).

La idea de que los entes salen de la nada y vuelven a la nada: para Severino ésta es la idea que ha guiado el pensamiento de Occidente, en la forma de suponer como evidencia lo que es meramente una fe; una evidencia que se quiere evidencia, porque- y he aquí el enlace inmediato con el nihilismo- esa suposición permite la voluntad de dominio sobre los entes, su apropiación por el hombre que en la época contemporánea- y he aquí de nuevo su terreno común con Heidegger- viene representada por el predominio de la ciencia y de la técnica.

Severino da un paso más atrás en la búsqueda del “corruptor” de la civilización: si para Nietzsche era Sócrates y para Heidegger Platón, Severino se sitúa en Parménides como el pensador ambiguo que de forma indirecta introduce una sospecha que en Empédocles ya es completamente obvia: para Severino la tarea de Empédocles es enorme, pues debe admitir la eternidad del mundo al tiempo que la evidencia del devenir de los entes. El camino de la Alegría predicado por la inmutabilidad del mundo se ha abandonado ya demasiado pronto, en la forma de un niño no nacido.

Es fácil considerar el problema con el que se enfrenta Severino, parecido al de aquellos griegos que pretendían negar el movimiento. Pues no otra cosa hace Severino; su propuesta es atractiva en la medida en que aparece como cuasi imposible. La tesis retorcida de Severino es considerar el devenir como una fe; pero lo que hace Empédocles no es sino escribir la gran verdad del mundo que al hombre ya siempre debe haberle parecido como una evidencia; no es que se haya construido una fe como si fuera una evidencia, sino que la evidencia como tal es insoslayable.

De vuelta a los inmutables y eternos, y a la pretensión de que todas las cosas están unidas en un Ser absoluto y pleno, sin orificios, a Severino le toca demostrar que el devenir de las cosas es un pensamiento no probado en beneficio de aquel que parece completamente improbable: la verdadera fe es aquella que quisiera esconder una verdad primigenia bajo la excusa de su ocultación por una demasiado humana voluntad de poderío.

martes, marzo 25, 2008

Acción y obscenidad

La acción no es sino la desnuda verdad de lo que todas las demás actividades del hombre ocultan- todas las actividades que se quieren como algo distinto de la pura actividad, como algo que tiene su fundamento fuera de sí mismas. La acción descubre la inmediatez fría de la esencia humana, con todo su dolor, con todo su conocimiento.

La tesis básica de todo comportamiento intelectual reside en lo siguiente: no conocemos la verdad, -no sabemos-. En esto coinciden tanto aquellos que creen que no es posible conocer la verdad- los escépticos- como aquellos que consideran que es posible conocerla, y que por tanto la reflexión es el instrumento o la actividad propia para alcanzar esa verdad.

La negación de que la verdadera misión de la reflexión es ésta- conocer la verdad- no se explica fácilmente. Sólo el silencio explica lo que la palabra en su repetición continua- en sus caminos de bosque- nunca podría explicar; pero el camino es siempre una huida, una modificación, un exilio a propósito de algo más profundo que se sabe- pero que no se quiere reconocer.

Eso que se sabe es la verdad inmediata de la conciencia- no de los sentidos; la verdad que la conciencia, en su mera constatación de los estados de cosas dados, puede verificar. Después de esta verificación sólo cabe la actitud del silencio- Wittgenstein- o la negación de una explicación satisfactoria de ese estado de cosas. Lo que esta situación demuestra es que junto con la verdad que conoce inmediatamente la mera conciencia en la forma de la constatación, se da una deficiencia, una especie de incompletud que provoca una molestia esencial. El hombre no puede admitir la cruda realidad, no puede vivir en ella, (no porque sea incapaz de aceptarla, sino porque en la misma medida en que reconoce la verdad de su naturaleza, su propia naturaleza le impide aceptarla como tal), no puede, en fin, estabilizarse en la frialdad de su ser.

La frialdad del ser es la estabilización total del hombre, su perfecta adecuación con la naturaleza. Pero lo que conoce el hombre con la conciencia es su naturaleza nadiente- el hecho de que él mismo es una nada en continuo devenir. Las demás actividades humanas son sólo consecuencia de la evitación de ese dolor; la nada es un ser, sin embargo, es más, es el perfecto ser del cual el devenir es tan sólo una sombra. Lo que deviene nunca llega a ser, es un ser mutilado, pero su estabilización total es la mera muerte- lo absoluto, lo eterno.

Quizás ya conocemos la verdad, quizás ya conocemos la verdad demasiado bien. Pero no es posible aterrizar de forma tan placentera en esta Ítaca- no es posible porque Ítaca es la muerte, y su estancia en ella sabe de la nada de su esencia; éste es el motivo del desplazamiento eterno del hombre en la nadidad de su mera acción.

Pero mientras la reflexión oculta esta nadería mediante la ficción de que no ha encontrado la verdad- y así se da un trabajo, una excusa para evitar el vacío-, la acción lo demuestra espeluznantemente, sin matices, en su total crudeza. El nacionalsocialismo nos inspira esa repugnancia de enfrentarnos a nuestra verdadera esencia, a aquello de lo cual toda actividad humana es su huida, su banalización, su olvido. Porque el jardín de Edén no representa la vida perfecta, sino la esencia que subyace a la naturaleza humana. El jardín de Edén es la muerte realizada.

viernes, marzo 14, 2008

Filósofos y pensadores


Hace tiempo que nuestra época ya está acostumbrada a prescindir de la definición clásica de filósofo, así como de la de artista. Nadie mejor que los filósofos contemporáneos para demostrar el hecho de que ellos mismos ya se hallan muy lejos de la filosofía entendida tradicionalmente, y la interdisciplinariedad es un fenómeno que no sólo ha mezclado a la filosofía con otras artes, sino a las demás artes consigo mismas y también, con la filosofía.

El decaimiento de los sistemas idealistas comenzó a producir esa brecha que más tarde supondría toda una revolución en el pensar. Se puede acusar al fracaso de estos sistemas la desconfianza en el sistema en cuanto tal, pero antes es preciso plantearse si el seguimiento de un dogma o una convicción crea algo en nosotros lo suficientemente definitivo como para poder sentirnos conformes con el contenido del sistema.

Aquí, y no en la idea del fracaso de los sistemas filosóficos, es donde encontramos una razón suficiente; no es que los sistemas hayan fracasado, sino que el sistema mismo no halla satisfacción en el hombre, no lo colma, no lo redime. El filósofo sistemático mismo es el primero que cae bajo la continua movilización de los fundamentos de su dogma; la retractación en el filósofo es un continuo de su obra; y finalmente, como en los casos de Fichte y Schelling, cuando el sistema no se puede mantener por más tiempo los oídos se hacen proclives a los cantos de sirena de la religión y el misticismo.

La distinción corriente entre filósofo y pensador cobra aquí su vital relevancia, dada esa excelente caterva de pensadores que, lejos de la erudición y el seguimiento rígido de los sistemas o tendencias académicas de sus tiempos, tuvieron el valor de atreverse a pensar, a experimentar con el pensamiento, a luchar consigo mismos en una tarea solitaria y titánica.

El pensador no erige monumentos ni busca fundamentos, sino que se desarrolla a sí mismo en el proceso de la escritura. A diferencia del filósofo, sus ideas no alcanzan la solidez sistemática del pensamiento rígido, sino que se hallan en los límites de otros pensamientos, compartiendo con ellos la pluralidad misma del pensamiento que no quiere ser reducido a mero manual de academia.

Y así vemos entre nosotros, frente a la oscuridad momificante de la tradición académica alemana, desde Kant hasta Heidegger pasando por Hegel el prusiano, un ejército marginal que desde otros ámbitos comienza a pensar, lo que nunca podría haber conseguido el viejo profesor desde su cátedra, ya sea en la línea de batalla (Wittgenstein), en su tumba de colchones (Heine), o tras el marco de una ventana (Lichtenberg); figuras divergentes, elásticas, móviles, capaces de mayor movimiento y rapidez que los grandes monstruos de la filosofía tradicional; figuras que provienen desde ámbitos tan diversos como la poesía, (Valéry), el periodismo satírico (Kraus) o la música (Jankélevitch), pero que precisamente debido a su exterioridad con respecto a la policía académica del pensamiento han conseguido crear las obras más satisfactorias para el espíritu del hombre, que han logrado esa única y gran hazaña que es pensar.

jueves, marzo 06, 2008

Jakob Boehme




Eres tú el hermano indómito de Bruno,
el talón del dios impenetrable
que ante ti revela su ignorancia

Aquel que acude al lecho
donde duermen las ruinas del Señor,
que con amor le abre los ojos
para que pueda conocerse

Y así entienda la abismal indiferencia
que reposa
en el púrpura de sus pantanos

Porque eres el ángel que cuida la embriaguez
de Aquel Todopoderoso,
y el esclavo atento de sus pies
en la noche anunciadora de su muerte.

lunes, marzo 03, 2008

Peregrinajes

Hegel estableció con precisión una idea de la que el hombre moderno ya nunca podría escapar: la noción del peregrinaje de la conciencia, del naufragar de un Ulises en búsqueda de una Ítaca que llevaba en su propio corazón. No había en este peregrinaje sino la propia interiorización de lo exterior, en la cual este Ulises comprendería el mundo que le rodeaba como su propia Ítaca, ante el cual él volvería a ser dueño y señor y protagonista, al que todos celebrarían como rey en su dramático pero victorioso regreso.

Pero las hazañas del espíritu hegeliano invocaron muy bien todos los fantasmas con los que la conciencia tiene que luchar, en un trabajo de discernimiento en el que siempre escapa la posibilidad de imputar a un ente aquello que no le pertenece; en definitiva, la conciencia se enfrentaría siempre a la duda de la localización correcta de sus límites, la roturación del suelo físico de la realidad.

Parece que no otra cosa tenían en mente los genios del convictorio de Tübingen, aferrados a una obsesión que alcanzaba el paroxismo y que recordaba muy bien las obsesiones propias de los psicóticos en su lucha por roturar su espacio físico; las rutas del Yo fichteano pretendían convertir la naturaleza en una mera resistencia de ese Yo, mientras Schelling se afanaba por adjudicar ese nuevo terreno a una entidad de mayor rigor y potencia. Sonaban los acordes del absoluto y el fondo sordo del abismo, y alguno recordó al zapatero visionario de Silesia.

No con menor sorna se reía un joven Schopenhauer cuando le ofrecía a Fichte un espejo para resolver el complicado laberinto del Yo. Pronto descubrió Schopenhauer que toda posición absoluta desde un lugar finito sólo podría existir a costa de soportar continuamente el peso extraño de lo otro. Pero entonces fue Hegel quien quiso convertir eso otro en un estadio que respetara la extrañeza primigenia del Yo frente a la realidad, para más tarde sintetizarla en su auténtica identidad.

Con todo, ¿qué ve la conciencia? Primero, sería conveniente distinguir la mera conciencia de la inteligencia; la conciencia como acto de constatación de un estado de cosas dado (que no se ha de confundir con el “estado de cosas” del filósofo analítico, sino más bien con una constatación en la que el pensador escucha la inmediatez de las cosas en lugar de hacerlas ajustar en un esquema racional), y la inteligencia como hipóstasis de un supuesto marco metafísico en el que todas las piezas de la realidad han de formar un puzzle inteligible; esta es la hazaña en la que Hegel fracasó, si es que debemos creer al espíritu de nuestro tiempo.

Pero la mera constatación de la conciencia, lo primero que ve toda la conciencia, es la mezcla indisoluble de las cosas; el paso propio de dar cuenta de la contradicción es sin embargo posterior, tan posterior como necesario, como necesaria es la construcción de un sistema metafísico en el seno del deseo del hombre, y que ha de ser respetado aún en cuanto sea sólo la forma de tal deseo.

Lo que ve la conciencia, por tanto, no es asimilable al arrebato místico de unidad con todas las cosas, precisamente porque tal unidad no existe en la naturaleza, porque tal unidad se parece más a la construcción metafísica de la realidad que a la constatación meramente primaria de la misma. Lo que ve la conciencia es un mundo en esencia mudo, y un observador (ella misma) que se encuentra solo en la sala del cinematógrafo. Su hazaña es comprender, y comprender significa no aceptar desde luego la constatación insuficiente de la verdad que ya conoce, (pues la conciencia conoce la verdad en toda su pureza), sino perseverar en la búsqueda de una unidad que postula como necesaria, y que es, sin embargo, imposible.

En la búsqueda de esa unidad la conciencia cifra la confianza en su capacidad, y sale de sí para hacer suya tal unidad buscada. Lo que la conciencia descubre al final de su recorrido, no es otra cosa que ella misma, pues ella misma en su unidad supone, significa, haber asimilado la exterioridad que se opone a su propia autoconciencia. Recorrer ese camino (necesario, imposible), y alcanzar la exterioridad equivale por tanto a la identidad, a la plenitud, de la conciencia consigo misma.