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viernes, junio 24, 2011

El placer sádico del capital.

El único modo de producción posible es el modelo de producción del capitalismo internacional. Las ideas políticas de izquierda implican en la praxis un estancamiento general de la producción y un retroceso en el desarrollo de nuestras sociedades. La privatización de los servicios públicos no solo es una cosa deseable, sino que además es imparable: es lo intrínseco a cualquier proceso de desarrollo de la producción de un país. No, no nos hemos vuelto locos: son las tesis del ministro de economía del PP. Este señor, al que le cuesta hablar sin que parezca que un pez nauseabundo se ha colado en su hocico, señala en sus intervenciones la naturalidad intrínseca de un capitalismo globalizado que tiene el carácter de ley natural. Pronto suenan, escuchando estas opiniones, los ecos de Adam Smith cuando hablaba de la mano invisible o la coincidencia entre el interés general y el particular, como en Bentham.

Y es que la ideología liberal se tiñe desde el principio con el carácter de una ley científica. Científica y cabría añadir, darwinista. La filosofía política que subyace a estos principios conserva la imagen moral de un hombre en lucha constante con el vecino por satisfacer de forma salvaje sus intereses. Para este modelo filosófico, el hombre no es sino una máquina de goce y satisfacción del goce, completamente ajena a cualquier sentimiento de solidaridad, indiferente en lo relativo a la construcción de una sociedad justa. Por otra parte, el carácter cientificista de esta ideología no solo es pesimista en el fondo- de la misma manera que Hobbes no pone su Leviatán por encima de las cabezas humanas porque en realidad le guste, sino porque cree que es la única forma de contener el caos humano- sino que priva al hombre de una pluralidad de experiencias creativas que sin embargo su potencialidad conserva.

Este carácter de ley científica tiene la misma eficacia y la misma legitimidad que la potestad con la que los reyes soberanos deducían su poder temporal del poder divino. Como notaron los anarquistas, la irrefutabilidad del Estado como componente necesario de una sociedad es la otra cara del poder de Dios aquí en la tierra. El Estado se presenta con la misma necesidad con la que Dios produce el mundo mediante su voluntad, para los hombres del medievo. Ahora bien, no estamos en el medievo, y si aprendimos algo desde Nietzsche y Rilke, es que la divinidad está ausente en el mundo. La pregunta obligada ahora es: nosotros, que aprendimos a utilizar el martillo nietzscheano para derribar todos los ídolos de la tradición, ¿Nos dejaremos seducir por la supuesta eternidad del capitalismo internacional? La única justificación de los que no solo aceptan sino que desean que este modelo persevere aún cuando tenga que llevarse a cientos de pueblos por delante, no es la de mejorar un mundo injusto y colaborar a la paz mundial. La única justificación de sus teóricos es que el corazón humano está podrido y que el hombre no tiene legitimidad para reclamar un mundo mejor. Finalmente, nadie tiene derecho a pedir algo que no se merece. El fondo de la legitimación es, por lo tanto, la declaración de un nihilismo abierto.

Se piden bases teóricas y razones para fundamentar unas acciones concretas. No se trata simplemente de mejorar el modelo productivo. Pero cuando uno exige encontrar qué mueve todo este tipo de políticas, cual es la razón originaria o el impulso esencial del sistema, encuentra la negación de todos los derechos de la raza humana, su intrínseco deseo de aniquilación. Pues el modelo ultraliberal que conocemos hoy en día es la extrema radicalización de un modelo teórico que no se basa en el análisis racional, sino en el concepto de placer inmediato como justificación de toda acción. Detrás de la burocratización weberiana de un mundo organizado, no se encuentra la fría razón de un calculismo inhumano, sino la disposición de satisfacer de forma automática todos los placeres y de construir un mundo dedicado a los sentidos. Todo ello, claro está, a costa del hambre, la muerte y las guerras. No, nuestro mundo no es racional. En última instancia, todo está fundamentado en la dirección de satisfacer los apetitos del empresario sin escrúpulos. La mafia organizada es pues el fundamento último del proceso productivo capitalista a nivel internacional.

Con estas justificaciones, uno se pregunta qué queda del discurso político que no produzca sarcasmo. ¿No sería mejor admitir de una vez la defunción de toda idea socialista y todo género de teoría que pretenda un mundo mejor, y declarar la bancarrota de Dios- esta vez un dios humanista y utópico- a favor del poder eterno del Capital? ¿Por qué todavía hay que disfrazar la política y la economía con buenos modales e ideales, si lo que rige el mundo es el impulso sádico y lascivo bajo el que subyace el verdadero deseo, esto es, la aniquilación de la raza humana? Estas preguntas serán, quizás, pronto contestadas. De momento, es evidente que al ciudadano le toca organizarse. Por sí mismo, y para sí mismo.

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