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domingo, octubre 28, 2012

Del grito de Munch al autismo desangelado, o de la explosión a la implosión.


El tiempo de las grandes explosiones ha pasado. La transvaloración axiológica sugerida una vez por Nietzsche ha llegado a su culminación. Antiguos valores pasan a considerarse como actitudes peligrosas que ponen en riesgo nuestro tranquilo mundo contemporáneo. Pero en un Occidente cada vez más acuciado por sus convulsiones internas, conviene reconsiderar algunas de las evaluaciones morales que hemos dado por supuestas. El antiguo valor otorgado a fenómenos como el fervor religioso pasaron, en su día, a representar un peligro monstruoso que ningún loco se atrevería a considerar como un camino transitable. El fervor religioso y metafísico, en su vertiente política, se convirtió en un arma de consecuencias terribles para el destino de Occidente. El pathos, quizás considerado una vez el programa mínimo que salvaba de la mediocridad del filisteo, se transformó en las manos de individuos como Hitler y Mussolini en un instrumento de guerra y muerte que nos alertaba sobre el peligro de la exaltación. Una exaltación que llevaba a individuos como José Bergamín, fascinados con los éxtasis religiosos y políticos, a portar alegremente una pistola cuando paseaba por la calle.

La dinámica de la modernidad fue, en este sentido, una dinámica explosiva. Desde la apología del sentimiento guerrero en Jünger hasta la invocación de la patria de los dioses en Heidegger, pasando por la experiencia estética y política de la Caballería Roja o el surrealismo nihilista de André Breton- quien, recordemos, decía que “el acto surrealista más simple constitiría en salir a la calle con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud”, el Übermensch nietzscheano ha consistido cada vez más en un individuo que se rebelaba contra la amenaza del tedio, contra la estabilidad política, contra la secularización de los grandes sentimientos. Incluso en alguien tan poco sospechoso de amar la exaltación como Max Weber late esta preocupación, de la cual se hace eco Roger Bartra en El duelo de los ángeles: las estancias del gran sociólogo en Ascona demuestran que el camino último de la moral luterana era un callejón sin salida. Sea como fuere, lo cierto es que esta época explosiva llegó a su punto culminante en la amenaza de destrucción global, representada por el enfrentamiento directo entre dos grandes potencias que cobijaban proyectos y destinos opuestos para el mundo en su totalidad: La Unión Soviética y Estados Unidos, la primera representando el último apéndice de la filosofía alemana puesta en práctica- tal y como sugirió Engels al colocar al proletariado como el heredero legítimo de la filosofía idealista- y la segunda coqueteando con ocultar y mostrar, en una unidad dialéctica altamente sospechosa, su profunda intención: la colonización del mundo entero, en palabras de Hardt y Negri, la consolidación de Estados Unidos como una consolidación imperial.  

El derrumbe de la Unión Soviética podría señalar, como boceto experimental, el cambio de un paradigma explosivo al de un paradigma implosivo. La época de la explosión, que culmina fotográficamente en Hiroshima y Nagasaki, da paso a una época implosiva, en la que las grandes tensiones que atravesaron buena parte de la cultura occidental se destensan en una plétora superficial de imágenes, fantasmas, espectros y reproducciones que no conocen el significado de la diferencia entre imagen y realidad. Primordialmente porque, como nos recuerda Negri, el exterior ha dejado de existir. La condición de posibilidad del comportamiento explosivo se fundamentaba en la dialéctica moderna de la interioridad y la exterioridad: Hegel como ejemplo. El extasiado debe comunicarse con la divinidad, con lo exterior, en medio de un movimiento que le conmina a salir de sí- el ék-stasis- un movimiento con resultados muy dispares en sus aplicaciones reales, pero que vertebra el pensamiento de la modernidad hasta la llegada de la postmodernidad. La llegada de la época implosiva, dominada por un modelo imperial del cual se ha eliminado todo abyecto enemigo, nos condiciona a movernos en una superficie lisa en la que el movimiento se ha desterrado por innecesario. En la época de la implosión, no hay absolutamente nada externo contra lo que luchar, porque no hay nada que superar. Toda “superación”, toda “síntesis”, toda infinitud representan algo sospechoso para nuestro nuevo mundo, porque recuerdan también fantasmas muy localizados: por un lado, la teleología escatológica, el Apocalipsis, pero por otro lado, la “superación” del capitalismo, el anhelo estético y metafísico por “lo absoluto” que desembocan en la épica de los fascismos, los totalitarismos y los extremismos en general. En la época de la implosión, en la que no existen enemigos exteriores, solo queda la resignación y el ascetismo: en suma, la negación de todo movimiento, la negación de la negación, el clímax de un hegelianismo invertido. Bajo el manto imperial del neoliberalismo encabezado por los Estados Unidos, bajo la épica de la destrucción de todo relato de salvación, toda tensión y todo movimiento de negación han sido aplastados triunfalmente: la época de la implosión es la época de la resignación.

Ni siquiera existe para este estado de implosión una “salida” radical- al modo, por ejemplo, de la esquizofrenia-: no hay salidas en un mundo implosivo, sino meramente desconexiones de energía, apagamientos. No hay un Munch contemporáneo; todavía aquí, en el éxtasis del modernismo, el sujeto se localiza en un movimiento de ék-stasis hacia el exterior que origina el sentimiento de la angustia. Pero la angustia es un sentimiento moderno, un sentimiento todavía explosivo. En un mundo implosivo, no hay angustia porque existen medicinas contra la angustia. En un mundo implosivo, el esquizofrénico puede llevar una vida relativamente normal gracias al consumo de medicamentos. Lo cierto es que la esquizofrenia supone una taxativa diferencia entre un interior y un exterior, algo que en nuestro mundo actual se niega por principio. Dicho de otra forma, si el esquizofrénico antes se encontraba en contacto, a su modo, con el absoluto- en el arte, de Hölderlin a Artaud, de Rimbaud a Leopoldo María Panero- ahora se halla meramente mermado, descargado, devenido autista. Quizás el autismo sea acaso un modo psicológico más cercano al espíritu de nuestro mundo actual que el propiamente esquizofrénico, que siempre tiende a una exacerbación del temperamento.

La unidimensionalidad de nuestro mundo no se toma en serio la diferencia hegeliana entre “actualidad” y “realidad”, lo que es lo mismo, prescinde de la diferencia entre una “vida auténtica” y un “fenómeno de vida”, un sucedáneo que es solo sombra de la verdadera vida y de la verdadera realidad. La mejor forma de comprender este espíritu moderno, basado en esta diferencia esencial, que permitía tanto el movimiento de superación de esa existencia inauténtica hacia la verdadera existencia, estableciendo el perímetro de sentido de la vida del individuo, lo reproducen estas palabras de Schelling en su meditación sobre la muerte: “Si la vida se detuviera aquí, no habría más que un eterno inspirar y espirar, una alternancia continua de vida y muerte que no es una verdadera existencia, sino solo un impulso y celo eternos para ser, pero sin ser real”. Al romper esta disensión interior a la vida, el mundo actual niega toda salvación y todo sentido, haciendo encorvar al hombre sobre su propia sombra, y estableciendo esta sombra como lo único auténticamente real, el horizonte absoluto de sus posibilidades. La explosión se transforma en implosión. El hombre explosivo en hombre implosivo. La fuerza desesperada del esquizofrénico en oscuro autismo. El impulso y celo eternos para ser, pero, como dice Schelling, sin ser real.



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